Elogio de "Breaking Bad"

La televisión actual se presta, está claro, para la creación de mundos cuya magnitud y complejidad escapan al cine.

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A estas alturas, ya es un lugar común decir que la televisión, como medio narrativo, atraviesa por una época de oro. Gracias a empresas como HBO, Showtime o AMC, la televisión estadunidense ha producido series del calibre de The Wire, The Sopranos o Mad Men, cuya excelencia y devoción al realismo han servido no solo para el desarrollo de personajes de ficción memorables, sino para la exploración de épocas, ciudades, psiques y un largo etcétera.

La televisión actual se presta, está claro, para la creación de mundos cuya magnitud y complejidad escapan al cine, a veces por la exigencia del mercado, otras simplemente por la obligación de la síntesis. Pienso, por ejemplo, en el trabajo que ha hecho HBO con Game of Thrones, la adaptación del complejísimo universo de tintes medievales creado por George R. R. Martin en su serie A song of ice and fire. Un lienzo de ese calibre sería casi impensable en el cine actual. Por fortuna, el boom de la televisión no se restringe a Estados Unidos.

La televisión inglesa ha producido joyas desde hace décadas, lo mismo que la escandinava y hasta la israelí, que produjo Hatufim, la serie que, adaptada a la televisión estadunidense, dio pie a la fantástica Homeland, de Showtime. Ahora, con la llegada de nuevas compañías productoras —como el sistema de distribución de video Netflix, que se ha aventurado con gran éxito en la producción— el futuro de la época de oro de la televisión narrativa está asegurado.

De todas las grandes series de televisión de los últimos años, mi favorita es Breaking Bad.

Para los pocos que la desconocen va una breve (e inofensiva) síntesis. La serie, concebida y producida por un genio llamado Vince Gilligan, cuenta la historia de Walter White, un maestro de química de preparatoria atrapado en la mediocridad y rebasado por las presiones de una vida llena de arrepentimiento (dejó ir prestigio y fortuna al renunciar a una empresa millonaria) y presiones inmediatas (está enfermo de cáncer pero no cuenta con los medios para cubrir su tratamiento).

Enfrentado con la posibilidad de su propia muerte, y ante el inminente nacimiento de una hija, Walter decide intentar lo impensable: aplica sus conocimientos de químico eminente en la producción de metanfetaminas. El resultado es tan perversamente adictivo que Walter no tarda en encontrarse con una carretada de dinero y poder. Lo que sigue es la crónica de un descenso irremediable al infierno: un retrato feroz de la erosión moral.

Lo que hace extraordinaria a Breaking Bad es el compromiso de Gilligan y su equipo de escritores y actores con la representación implacable del deterioro de Walter White. Al principio de la serie es imposible no desearle el bien al maestro de química. Después de todo, sus motivos parecen si no moralmente justificables sí humanamente comprensibles: la muerte lo acecha y no ha dejado nada a sus hijos; busca su propia sanación y la seguridad financiera de los suyos.

Es, en suma, un padre desesperado. Para su desgracia —y la de nosotros, los espectadores, que hemos aprendido a quererlo—, la vorágine criminal no tarda en envolver al personaje. Muy pronto, el Dr. Jekyll, que es Walter White, da paso a un álter ego: el narcotraficante Heisenberg, un Mr. Hyde perfecto. Y lo que comienza siendo un maestro de química abatido se convierte en un capo de sangre fría de verdad aterrador. Lo notable es que nada de esto sabe a ficción. La degradación de este buen hombre a lo largo de los años es dolorosamente verosímil.

Justo ahora se transmiten los últimos ocho capítulos de la serie. Vince Gilligan ha dicho que no pretende concederle a su antihéroe ninguna redención. Los fanáticos de Breaking Bad sabemos que la serie se dirige al desfiladero y el destino de White será trágico, en el sentido griego de la palabra.

Al negarle una escapatoria a su protagonista, la intención de Gilligan rebasa lo estético. Varias veces ha explicado que el título de la serie no es casualidad: de una u otra manera, la justicia (que no la ley, necesariamente) alcanza al que se pervierte, al que obra mal, al que opta por la vida criminal como falsa salvación.

Y la justicia, cuando llega, lo arrasa todo: la familia, los amigos, el patrimonio sucio, el honor, el buen nombre y al hombre mismo. Por momentos, pareciera que Gilligan ha creado una tragedia con intenciones de fábula. Quizá, sin pretenderlo, ha cifrado dentro de Breaking Bad una moraleja para los que ven en la criminalidad la ilusoria promesa de una vida mejor. Como en aquella celebre God’s gonna cut you down, que hiciera famosa Johnny Cash, al que casi es posible escuchar, al fondo, durante la implosión de Walter White:

Go tell that long-tongued liar,

go and tell that midnight rider,

tell the rambler, the gambler, the back biter,

tell ‘em that God’s gonna cut ‘em down.

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