El veneno del racismo

Es un cáncer de la humanidad, entre otros muchos, sobrevive a pesar del avance de las civilizaciones.

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Hace unos días se jugaba un partido entre el San Marcos de Arica y Deportivo Iquique en la liga chilena de futbol; durante el segundo tiempo Emilio Rentería, jugador del San Marcos, anotó un gol, pero instantes después una lluvia de insultos cayó sobre el jugador venezolano, la razón es simple: es de raza negra. Integrantes de las porras de Deportivo Iquique le gritaban a todo pulmón “mono” y “negro de mierda”; tras 14 años de carrera Emilio no había sufrido tal cantidad de agravios por su color de piel, abatido se sentó a media cancha y comenzó a llorar; al percatarse de esto sus compañeros se acercaron a consolarlo y el árbitro dio por terminado el partido. Las autoridades futbolísticas chilenas anunciaron severas sanciones por el hecho.

Esta serpiente de mil cabezas que es el racismo se las ha ingeniado para esparcir su veneno a través de los siglos entre nosotros, ha dado origen a innumerables barbaries a través de los siglos, como en los años recientes en los que las fuerzas serbias utilizaron la violación como arma de guerra en contra de las mujeres bosnias musulmanas, fragmentando y vulnerando las relaciones familiares y de pareja, con una muy perversa y bestial manera de dañar psicológicamente y moralmente a los bosnios.

El racismo, un cáncer de la humanidad entre otros muchos, sobrevive a pesar del avance de las civilizaciones y no es privativo de pueblos incultos o subdesarrollados; aun entre los muy desarrollados pueblos de primer mundo la situaciones de racismo son desgraciadamente comunes. 

Nuestra nación no se encuentra ajena a esta infamia: cuántos de nosotros no hemos visto con desprecio a la etnias indígenas de nuestro país, olvidando por un lado que somos un país multicultural y de mestizos y por otro que la grandeza de este país está basada en miles de años de civilizaciones indígenas que la han nutrido; de dientes para afuera se les reconoce, pero basta ir por las calles de muchas ciudades para ver cómo se les malmira, se les margina y en el mejor de los casos buscamos evitar el contacto con ellos, con esa sangre que también es sangre nuestra y clama al cielo por la vergüenza de la negación de sus descendientes.

El racismo rechaza en parte porque creemos en nuestra intimidad que los que son como nosotros son los que se merecen todo; yo sí, los míos también, tú el distinto no; rechazamos porque lo diferente nos perturba, quisiéramos ver a todos iguales a lo que nosotros consideramos lo normal, lo adecuado.

En buena medida también rechazamos a través del racismo porque tenemos miedo de que nos cambien el mundo, que esta realidad cómoda en la que nos deslizamos por la vida repentinamente sea otra, sea diferente, sea incontrolable, esté en manos de otros; rechazamos a través del racismo porque tenemos una idea clara de cómo deber ser el mundo y cómo debe funcionar, pero se nos olvida que al mundo le importa muy poco nuestra opinión y tiene su propia dinámica que no está gobernada por nuestros intereses.

Aún más, practicamos un racismo “interno” o un “mini racismo”, generamos rechazos unos a otros por el simple hecho de ser distintos, así existe este racismo interno entre los practicantes de una religión y los de otra, los de un partido político y los de otro, entre algunos maestros y alumnos, algunos empresarios y trabajadores, entre alumnos de una escuela y otra e incluso entre padres e hijos o hermanos.

Nadie parece recordar que la humanidad ha llegado a ser lo que es por la enorme diversidad que la constituye, a través de milenios las muy diversas culturas han ido aportando ideas filosóficas,  técnicas, religiosas, que han enriquecido al género humano y han dado origen al mundo tal como lo conocemos; a pesar de todas las limitaciones que como humanos tenemos, no se puede negar el avance prodigioso que hemos logrado y esto sólo ha sido posible por el enorme caudal de ideas que muy diversas formas de ser y de pensar han aportado a la humanidad. 

Es hora ya de asumir nuestra edad adulta, sigamos aquello que aseguraba: cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño; pero cuando llegué a ser hombre, dejé las cosas de niño. 

Es pues la hora de que la humanidad adulta aquilate el valor de las diferencias entre los seres humanos, entienda la riqueza de la diversidad, no juzgue y condene, sino valore, incluya y acepte. ¡Viva la diferencia! Vivámosla!

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