Hombre Vs hombre

La gran cualidad de Maxi: noquear a los más grandes, a los de otras colonias y a su mismo padre, pronto se convierte en su peor defecto, pues pasa de la travesura al vandalismo, la delincuencia y el odio casi mortal a los más débiles.

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“El hijo de mi padre”, unipersonal de Adrián Vázquez, explora los terrenos de la masculinidad. Más allá de compartir la anécdota con el lector, es importante señalar la maravilla del teatro cuando despierta un sinfín de cuestionamientos, aun cuando lo visto en escena siempre es visible en la vida y nosotros pasamos de largo.

Adrián nos cuenta la historia de “Maxi”, un niño de seis años que se muda a las afueras de Tijuana. Pronto se ve rodeado de nuevos amigos que, al descubrir su capacidad de noquear a cualquiera con un solo golpe, lo involucran en retos cada vez más peligrosos e inhumanos.

A la voz de “Me cantó un tiro”, los niños pasan del juego a la violencia sin que los adultos lo noten. Eso es lo que me afectó: redescubrir que los hombres, desde temprana infancia, deben sobrevivir a una serie de retos que confirman su “hombría” y que sólo se valida a través de los golpes y la ley del más fuerte. 

La gran cualidad de Maxi: noquear a los más grandes, a los de otras colonias y a su mismo padre, pronto se convierte en su peor defecto, pues pasa de la travesura al vandalismo, la delincuencia y el odio casi mortal a los más débiles. El “Ruli” es ridiculizado, pues tiene problemas de lenguaje, esto hace que les caiga mal y dirijan hacia él  abusos físicos y sexuales. Nadie se salva: el abusador también es abusado por sus hermanos y su padre.

¿Cuántos niños viven esos límites de violencia sin que sus padres se enteren? ¿Qué está haciendo la escuela para cambiar el salvaje discurso de la masculinidad? Es precisamente en la escuela, en el recreo o la salida donde comienzan estas retas que lastiman más allá de la piel. ¿Cuándo empezaremos a ser una sociedad que construya roles a partir de códigos amorosos? 

Leemos día a día sobre el bullying, tenemos el reciente caso del joven envenenado por una broma de sus compañeros de clase. La violencia es un veneno maldito que sorbemos desde temprana edad y acaba teniendo efectos demoledores sobre nosotros. Cabe resaltar que el trabajo de Adrián es impecable, conmovedor, el humor ayuda a sortear el doloroso tramo de vida -de muchas vidas- que nos comparte.

Ojalá lo trajeran a Mérida y su discurso caiga sobre nosotros noqueándonos en el golpe perfecto del teatro hecho con el alma. Hay un momento del espectáculo en que la negrura es avasalladora. Me hizo falta aquella luz de la que hablaba Julio Castillo: Una lucecita que brille en medio de la negrura, que ilumine y nos ayude a encontrar el camino de salida, un pequeño rayo de luz que en realidad debería llamarse: Esperanza.

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