Indiferencia cercana

Hemos encontrado maneras para calmar nuestra conciencia ante nuestra falta de ayuda al necesitado.

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El primer viaje del pontificado del papa Francisco fue a Lampedusa; eligió el lugar debido a que a esta pequeña isla italiana llegan cientos de inmigrantes africanos huyendo de los conflictos en sus países: guerras, crisis económicas y hambrunas; sus playas han recibido por igual cientos de indocumentados y cientos de cadáveres de quienes no lograron sobrevivir a la travesía. En aquel viaje el papa denunció ante el mundo la globalización de la indiferencia, ya que el mundo prefiere no ver lo que ahí sucede.

Las playas de Lampedusa se colman con desamparados, angustiados y atormentados seres humanos cuyo único delito es querer sobrevivir y encontrar un techo, comida y trabajo para su familia. El drama se desarrolla mientras la mayor parte de Europa y el mundo siguen indiferentes con su vida diaria; por eso la denuncia de Francisco contra la insensibilidad de quienes todo tienen y no han sufrido nunca en propia piel el hambre, la violencia y la muerte.

Nosotros, en una sociedad donde satisfaces con relativa holgura tus necesidades más apremiantes y la ceguera ante un sufrimiento tan distante como el de esta isla es lo más común, tendemos a considerar algo natural el tener acceso a un hogar, comida, tratamiento médico, ropa e incluso darnos el lujo de divertirnos y viajar un poco. No concebimos nuestra vida de otra manera y acabamos por insensibilizarnos ante las carencias ajenas, primordialmente porque nunca las hemos experimentado y porque no tenemos ni la más remota idea de lo que sería sufrir en nuestra vida semejantes privaciones.

Esta semana acudí a un supermercado y pude ver pagando en la caja a un hombre ya no muy joven, llevaba unos cuantos tomates y unas piezas de pan, estaba comprando algo de “carne”, y lo digo así entre comillas porque llevaba una bandeja en la que había unas cuantas patas de pollo, patas, no piernas; pude ver que llevaba también algunos cuantos hígados. Para pagar se llevó un tiempo buscando en varias de las bolsas de sus pantalones el único billete que en apariencia llevaba, era un billete arrugado que primero extendió para después pagar; recibió su cambio y se marchó.

Mientras le cobraban pude ver en su rostro una mirada perdida, como extraviado entre sus pensamientos, un rostro sin expresión y que resumía cansancio; su andar era lento y un tanto torpe, como si lo que sentía no le permitiera moverse. ¿Cansancio, frustración, tristeza?, no sé cuál de todas era, o muy probablemente eran las tres.

Esa tarde, mientras comía, pensaba en la comida de ese hombre. Probablemente era la comida de su familia, mientras yo sentado frente a mi plato agradecía a Dios todo lo que me ha dado. No, no necesitamos ir a Lampedusa para darnos cuenta de la indiferencia ante el dolor ajeno, la vida se empeña en meternos la realidad por los ojos mientras nosotros intentamos no verla, sobre todo cuando es desagradable o cuando cuestiona nuestra forma de vivir.

Incluso hemos encontrado maneras para calmar nuestra conciencia ante nuestra falta de ayuda al necesitado, nos hemos repetido hasta el cansancio aquello de “no le des un pescado a un hombre, enséñalo a pescar” y,  siendo que esto es cierto, no menos cierto es lo que un buen amigo me dijo en una ocasión: primero tendríamos que estar todos enseñando a pescar a quien lo necesite, pero no podemos darnos el lujo de dejar de ayudar al necesitado, porque “mientras la hierba crece la vaca se muere”. ¡El hambre es hoy, el dolor es hoy, la falta de medicamentos, ropa o techo es hoy!

Si entendiéramos que cada vez que comemos y bebemos millones no lo hacen, que cada vez que nos acostamos a dormir en nuestra habitación miles duermen en las calles, que cuando las medicinas alivian nuestros dolores millones en el mundo sufren y mueren por falta de ellas, que cuando nos abrigamos por el frío millones no pueden hacerlo, entonces pasarían dos cosas: seríamos mucho más conscientes y agradecidos de todo lo que la vida nos ha permitido tener y al ver la dolorosa realidad estaríamos dispuesto a socorrer a quienes no han tenido la fortuna que nosotros tenemos.

El problema de la indiferencia en el mundo, ya sea en Lampedusa o el supermercado donde compramos, es nuestra demencial tendencia a vernos sólo a nosotros mismos, a centrar la mirada en nosotros, nuestros intereses y necesidades. Alzando la mirada fuera de nuestro propio centro y de nuestro propio ser encontraremos esa verdad que muchas veces no queremos ver.

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