La aspirante gritería

En las épocas previas a una nueva elección, los partidos políticos y sus iridiscentes candidatos se transforman en hijos enojosos que compiten por nuestra neurótica atención.

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Están en cualquier parte, a todas horas. La calle, el horizonte, las señales de radio y por supuesto la televisión. Suelen ser insidiosos, topilleros, ambiguos y simplistas, por opinar lo menos, amén de que se nota su menosprecio por la inteligencia, pero incluso todo eso parece poca cosa frente a su intolerable machaconería. Me gustaría ignorarlos, pero hay días que están hasta en mis sueños, igual que el sonsonete detestable que lo persigue a uno contra su voluntad. ¿Y aún así se creen que votaré por ellos?

A veces, sin querer, me entero de las cifras que se mueven para que sus mensajes lleguen hasta mí. Esto es, para que viva uno avasallado por su palabrería y ésta logre alojársele en el subconsciente, como en alguna prueba pavloviana. Cantidades, por cierto, lo bastante estruendosas para robar el sueño a los que las cortejan y el apetito a quienes las pagamos. Es el precio, nos dicen, de nuestra democracia, pero ni así dejamos de pagar porque encima debemos resistir mes tras mes de cascajo audiovisual cuyo significado, cuando lo hay, se diluye en la náusea de la reiteración inmisericorde.

“Si tienes un enemigo”, reza el proverbio infame, “cómprale a su hijo un tambor”. En las épocas previas a una nueva elección, los partidos políticos y sus iridiscentes candidatos se transforman en hijos enojosos que compiten por nuestra neurótica atención y la ponen a prueba sin piedad ni sosiego. Para mayor horror, no nos queda el consuelo de saber que son niños y en unos pocos años se les pasará, sino la indignación de darlos por gandules vitalicios, además de gorrones y gandayas; cuando no dividirlos en cínicos, hipócritas y cínicos hipócritas.

No digo que ninguno me simpatice, pero igual la excepción confirma la regla. Vivo con esta idea fastidiosa de que el grueso de aquellos candidatos ha venido a este mundo para tomarme el pelo ilimitadamente. Y lo peor es que lo hacen sin talento, como dando por hecho que soy un indolente o un pendejo. Nada incomoda más a quien se ve engañado que la falta de oficio del engañador: basta media docena de cantaletas huecas y cursilonas para verles los naipes bajo la manga. ¿Y cómo no, si es público y notorio que, en la postulación de sus candidatos, los partidos disfrutan de una manga tan ancha como el fuero que luego habrá de cobijarles contra las inclemencias del Ministerio Público?

Según ellos, trabajan para mí. Por mi parte, no dudo que sea cierto, aunque encuentro que lo hacen a menudo tan mal que bien merecerían ir a dar a la calle con todo y partidarios. ¿Exagero? Tal vez, pero ya quiero ver quién demuestra la sangre de atole suficiente para emitir un juicio equilibrado en medio de esta horrenda barahúnda que minuto a minuto evidencia un derroche majadero y estúpido. ¿Será que los actores de tan largo sainete involuntario no advierten el tamaño del papelón, ocupados quizás en cálculos más burdos y rentables?

Nada tiene de raro que al calor de este hartazgo recurrente fluyan las opiniones autoritarias, como esa de acabar con los partidos a la sombra de un despotismo justiciero en teoría y vengador al fin. ¿No es, pues, muy natural que conciba uno el deseo de estrangular al escuincle bellaco que hace meses le sigue adonde va con el tambor maldito a todo batir? ¿No decía el joven Führer, acérrimo enemigo del quehacer democrático, que toda su ambición era ser el tamborilero del partido?

Unos días atrás, en estas mismas páginas, daba cuenta Héctor Aguilar Camín del precio subrepticio, según la que llamó “encuesta ranchera”, de cada puesto de elección popular: dinero sustraído a los particulares a cambio de hipotéticas prebendas, o en su caso aportado por el candidato, a cuenta de futuras corruptelas. Decenas, si no cientos, de millones de pesos invertidos por sabrá el diablo quiénes en proyectos que nada tienen que ver con lo que nos machaca la propaganda; tampoco, desde luego, con ese tema exótico del bien común, habiendo tanta lana de por medio y tal suma de pactos en la sombra.

Antes, los candidatos empleaban buena parte de nuestros impuestos en pagar por los tiempos de difusión. Hoy, que esas horas ya les salen gratis, reciben aún idénticos caudales para gastarlos en hacer más ruido, entre otros rubros menos presentables, cuyas huellas volátiles sólo conoceremos a través de rumores inducidos por unos contra otros. Es decir que a la hora de la verdad —relativa, eso sí— termina uno pagando por asistir al show de su desprestigio.

Me pongo en sus zapatos: debe de ser frustrante el empeño es-porádico de entablar una auténtica competencia de ideas en estas circunstancias. ¿Tiene al cabo la culpa el partido, el candidato, o las reglas de esta partida de Monopoly que de por sí los hacen gandules y gandayas en potencia? Escribo estas palabras, por lo pronto, trinando del coraje. Me tienen, francamente, señores can-didatos, con las náuseas a flor de paladar. Gástense mi dinero en lo que gusten, pero no esperen que vaya a votar.

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