La casa de Madame Lulú

La calle lúgubre y silenciosa dejaba escuchar los cascos acelerados de los caballos trasportando carruajes majestuosos de los “caballeros de la noche”...

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La calle lúgubre y silenciosa dejaba escuchar los cascos acelerados de los caballos trasportando carruajes majestuosos de los “caballeros de la noche”, aquellos hombres que liberaban instintos peculiares del deseo, en sus relaciones amorosas de aquella mansión donde Madame Lulú comerciaba con bellas mujeres el oficio más antiguo del mundo: el sexo.

Era una mujer que a sus 60 años de edad mostraba la armonía de una belleza que en su juventud, a su paso, dejara una estela de admiración en la mirada de los hombres.

París era, en esa época de principios del siglo XIX, la ciudad luz que estrenaba su gran obra urbana, que la ha hecho inmortal: la torre Eiffel, la misma que admiraron los ejércitos hitlerianos cuando ocuparon Francia en la década de los años 40.

La corista consentida

De las consentidas de aquella casa de Madame Lulú era la adquisición última, Marie José, del pueblo de Lion.

De escasos 20 años, hija de campesinos cultivadores de cebada, había llegado a la ciudad con deseos de triunfo, hasta que el destino la topó con Madame, quien sin perder tiempo la contrató para “atender” a los comensales dueños de industrias y bancos, que la disputaban como un trofeo satisfactorio en su vida senil.

Un buen día en que Marie José visitaba la zona comercial del Louvre, su mirada chocó de pronto con la de un apuesto joven que la electrizó, intermediando un mensaje cifrado de atracción mutua y agradabilidad consciente.

Su vida seguía en aquella casa donde el amor se esfumaba, suplantándolo sólo el deseo carnal en una justificación material, que tanto a la propietaria como a las chicas coristas les permitía vivir en la comodidad y el regocijo del buen vestir y la adquisición de perfumes caros.

Una tarde dominical, paseando por Campos Elíseos, Marie José vio descender de su carruaje aquel individuo extraño.

Un encuentro inesperado

Él se acercó con distinción cortesana, y sin esperar tiempo se presentó: “soy Pierre Lofton y deseo que me permita ser su amigo”.

Ella, sonrojada, desvió la mirada buscando no le delatara la emoción. Recordó la orden estricta de no tener amistades con extraños.

Aquel encuentro fue rompiendo los moldes atávicos de las órdenes, rebasando la atracción espontánea de ambos seres en plena juventud.

Luego de pasear en el recorrido de aquellos hermosos jardines, Marie José se despidió de prisa, no sin antes acordar una nueva cita para el próximo domingo.

A partir de ese tiempo su vida tuvo una modificación.

Sólo pensaba en que el tiempo corriera a prisa para el reencuentro con su mancebo.

Los domingos se convirtieron para Marie José en fiestas amorosas, y le quemaba el ardor de sentirse, por primera vez, realmente enamorada.

Luego de la ausencia larga de varios domingos, Marie José escapó de sus acosadoras vigilantes y fue al encuentro de su amado, y cuando ambos se enlazaron en un abrazo prolongado, ella, con lágrimas en los ojos, le rogó que la llevara con él fuera de aquella ciudad que antes la hubiera persuadido por su belleza arquitectónica.

Pierre Lofton no esperó más y partieron a Silce, un lugar donde una cabaña se encargó de cobijarlos y permitirles la felicidad que el destino había tramado para juntarlos por siempre.

Él jamás supo el pasado de Marie, sólo la convivencia y la llegada de los hijos maduraron el árbol frondoso del amor.

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