La confusión del pelotero

Empuñaba el joven pelotero el bate como lo hacen los grandes, con la energía de quien se sabe poderoso...

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Empuñaba el joven pelotero el bate como lo hacen los grandes, con la energía de quien se sabe poderoso; estaba seguro que era el centro de todas las miradas y que el juego completo dependía de la fortaleza y habilidad de su brazo. En las gradas el público estaba más pendiente del sol que empezaba a pegarles de frente que en adivinar su jugada.

A unos metros del estadio de softbol, los anfitriones habían montado un enorme toldo, semejante a un circo abierto, en el que sus amigos le celebrarían su cumpleaños. El juego continuaría; pero ahora en el terreno de los abrazos y las falsas felicitaciones, en el coliseo de las caretas y las traiciones pocas veces olvidadas. Un millar de asistentes, la mayoría sin saber qué juego estaba urdiendo el equipo del pelotero.

La sonrisa de oreja a oreja podía verse a cien millas de distancia. Nadie sabía si era por el hecho de haber llegado a los treinta y tantos años de vida o porque la vida le sonreía a plenitud. Sólo su círculo de élite sabía la causa real de su rostro iluminado. El joven pelotero estaba haciendo política, política de altura, aquella que sólo está permitida a quienes juegan en las Grandes Ligas.  Poco importó que en ningún año anterior hubiera registro de convivio similar, nada parecido, ningún acercamiento con los de abajo. La Política entonces no era una prioridad, ni siquiera un proyecto de pervivencia, si acaso un juego que estaba intentando aprender el pelotero. Pero en poco tiempo la política se volvió el juego de moda, uno que todos querían jugar a pesar de que no sabían o no querían entender qué posición estaban jugando en el terreno agreste. Tampoco se habían tomado la molestia de conocer su reglamentación, ni siquiera habían reparado en el elemental capítulo de “El sano juicio” y esa falta de conocimiento -imperdonable -podía traer aparejada la expulsión.

Como todo un beisbolista consumado, el joven pelotero estaba seguro que esa tarde había metido un espectacular jonrón. La pelota había volado la malla de protección y – creía- estaba asegurando un triunfo indiscutible, limpio, sagaz, preciso, logrado con la habilidad de quien tiene muchas horas de bateo. Por eso cuando se tomó la foto con sus compañeros, la sonrisa delató el inmensurable orgullo que siempre había tenido por su equipo, aun cuando la camiseta no era la misma que el propietario de la marca les había sugerido portar ese día para un evento tan significativo.

Se desbordó la algarabía esa tarde de convivencia. Franca camaradería de un equipo que estaba jugando su propio juego y para quienes no parecía importar mucho el rol ni las estrategias que ordenaba el capitán. Olvidó el pelotero su alta investidura y la gratitud y lealtad a la que estaba obligado. Esa tarde hubo ausencias notorias – muy notorias- entre ellas la lucidez lógica de las cosas; pero nada empañó la euforia de una presunta victoria festejada por anticipado. Poco pareció importarle la inasistencia del dueño de la franquicia y quizá menos entendió el mensaje, porque la inmadurez en política es como la embriaguez que produce el alcohol más ínfimo y barato. 

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