Después de la ceremonia de 30 minutos para ¿registrar, conmemorar, exaltar? los primeros 100 días de gobierno de Enrique Peña Nieto, se vuelve más complicado distinguir la delgada línea que separa a un elegante y bien diseñado ejercicio del poder presidencial de una reiterada celebración de sí mismo.

Dudo que en un lapso así otro mandatario haya juntado tantas veces en público y con resonancia al gabinete, los líderes parlamentarios, los opositores, los gobernadores. El recuento que hizo ayer MILENIO marcaba veintitantos eventos. ¿Protagonismo de estadista o espejo de la reina?

Nada obligaba al Presidente a rendir un pequeño informe de labores, salvo el interés de recalcar la tesis de la “gran transformación de México a partir de un gobierno eficaz”, y de subrayar que, en estos tres meses y pico, se ha comenzado a mover “con visión, fuerza y pasión” todo lo que se tenga que mover.

Es lógica la urgencia del Presidente por las buenas noticias. En lo que llegan, va formando una ilusión. Felipe Calderón forjaba una épica; Peña Nieto, una ilusión.

Su tabla de valores está perfectamente definida: paz, seguridad, inclusión, educación de calidad, prosperidad, México como actor global. Pero, por lo pronto, más allá del discurso de consistencia inobjetable, no hay mucho que agregar.

Decía el cineasta Robert Altman que el éxito de una película se mide por la felicidad que aporta a su público. En eso creo que está el presidente Peña Nieto. En la construcción de una leyenda venturosa. Su leyenda.

Interesante. No recuerdo qué otro autor decía que un país sin leyendas se moriría de frío.