La misma gata, pero revolcada

La modalidad de proselitismo político a través de las redes sociales en realidad no aporta nada más que aprovechar el canal gratuito, de enorme penetración a cierto núcleo de población...

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La modalidad de proselitismo político a través de las redes sociales en realidad no aporta nada más que aprovechar el canal gratuito, de enorme penetración a cierto núcleo de población –particularmente burócratas– que verá lo mismo que en los periódicos y reportes televisivos: la foto o el video del candidato enfundado en sus botas de hule, con impermeable amarillo y sombrilla, parado a media calle inundada junto con dos o tres chalanes empapados hasta la médula, y vecinos de la colonias afectadas expresando sus necesidades, que al cabo son las mismas desde hace una década. No sé en realidad qué pueda resolver en ese momento algún postulante, pero ese cliché de líder preocupado por el pueblo, abrazando a la gente o cargando niños, es ya tan rebuscado y viejo que ya ni ellos creen en tales recursos para ganarse la confianza de la gente. Las herramientas están ahí, pero hay que saber usarlas con creatividad.

No pude contener la risa al observar a cierto candidato a diputado, que ya lo fue en anterior oportunidad, codo a codo con un el candidato a la presidencia municipal, en mangas de camisa, con el atuendo Dockers mojado hasta las rodillas, con una mueca extraña a manera de sonrisa. Su correligionario, tomando del hombro a una mujer humilde en ademán de compañerismo. ¡Quien los viera luego en sus despachos, con tres o cuatro secretarias y un particular a su servicio, con actitud omnipotente, bateando pueblo a discreción, el mismo pueblo que los llevó a la silla de cuero y caoba donde aplastan las posaderas cada vez que sienten ganas!

Y no cito nombres y partidos porque, en ánimo democrático, tendría que incluir a la mayoría, sino es que a todos, en este corto espacio.

Las caras son las mismas, las ya conocidas con discursos acorde a la situación, pero con la misma hechura, el mismo apetito de mantenerse pegados a la ubre gubernamental, buscando ubicarse lo mejor posible en el esquema del poder.

Y no hay de dónde escoger. Quien obtenga el poder beneficiará a los suyos, luego intentará cumplir compromisos con la iniciativa privada, jalará a los que pueda del equipo de campaña y entonces, sólo entonces, se ocupará de los compromisos con los ciudadanos.

Por cierto que varios de los empresarios que le apostaron a Carlos Mario Villanueva Tenorio cuando fue candidato a la presidencia municipal othonense, siguen esperando a que les devuelva el capital invertido, porque en este trienio no fue negocio para nadie, salvo para el munícipe y su recua más cercana.

Pero volviendo al asunto de las redes, es notorio que sólo han sido utilizadas como un recurso adicional para difundir lo mismo que se escucha en el perifoneo callejero, con el mismo estilo de toda la vida.

Con estas estrategias arcaicas, me parece que sólo gana el abstencionismo. Por muy harta que esté la gente de las formas de gobierno del partido en turno, escuchar la misma verborrea de un sujeto cuya única diferencia es el color de la playera, no motiva mucho a buscar el ya tantas veces cacareado cambio.

Tampoco llama mucho al electorado caer en la cuenta de manejos sombríos a manos de quienes ostentan el poder, como el registro como candidato perredista a la presidencia municipal de Othón P. Blanco. Pienso que el primer sorprendido fue el propio Andrés Blanco Cruz, porque el día del cierre de inscripciones en el Instituto Electoral de Quintana Roo se le preguntó de manera informal el motivo de su presencia en el lugar, y simplemente comentó que llegaba a apoyar a los candidatos de su partido. 

Luego resultó que ya era candidato, aunque el sol azteca no le aportará un centavo a su posible campaña. Ya dijo Julio César Lara Martínez, líder del PRD, que le pidas a su jefe político o al que lo inscribió. Luego, el Instituto Federal Electoral (IFE) y sus turistas electorales, mil 437 “ciudadanos” que fueron ya retirados de la lista nominal por datos irregulares. Entonces, ¿cuál certeza democrática?

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