La muerte va en microbús

Viajar en microbús por la Ciudad de México es someterse a un imperio arbitrario donde no hay otra ley que el purísimo antojo del conductor.

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Según el reglamento al que nadie hace caso, una unidad no debería invadir los carriles centrales de las avenidas, ni circular con las puertas abiertas, ni realizar maniobras de ascenso y descenso sin encender las direccionales. ¿Pero quién va a fijarse en esas nimiedades?


En sus inicios se llamaban peseros, básicamente porque viajar en ellos costaba todo-un-peso: dos o tres veces más que el precio del camión o el trolebús. Para ser privilegio, el del pesero era algo relativo, pues si bien todos iban sentados, debían además encaramarse de modo que cupieran entre seis y siete pasajeros, además del chofer, en un coche mediano de cuatro puertas.

Al paso de los años, irían los peseros subiendo sus tarifas peso sobre peso, conforme la inflación le arrebataba el sentido a su nombre, hasta que se inventaron las peseras. Al principio las llamábamos combis, obedeciendo a su marca y modelo. Vehículos temibles desde su origen, tanto por el arrojo proverbial de sus choferes como por su tendencia a pararse en cualquier parte y llevar el vehículo hasta el tope de gente. Once, con el chofer; o más, si se ofrecía.

Quien se quejaba entonces por las combis aún no imaginaba lo que sería la era del microbús: ese engendro mortífero que no obedece a reglamento alguno y ofrece lo contrario de un privilegio. Comúnmente, quien viaja en microbús lo hace a falta de alguna opción mejor y consciente de que es la peor de todas. Vamos, no es que sean muchas, ni que las otras estén siempre a la mano. De pronto no hay más que eso o perseguir un taxi, si se tiene con qué. Y como no es común que haya con qué, el usuario habitual del microbús no tiene más plan B que echarse el trecho a pie, a lo largo de varias tortuosas horas.

Viajar en microbús por la Ciudad de México es someterse a un imperio arbitrario donde no hay otra ley que el purísimo antojo del conductor. Letreros, por supuesto, menudean con la insistencia propia de los buenos propósitos, pero son meramente decorativos. Con algún retorcido sentido del humor, puede uno carcajearse de estos avisos que más parecerían guiños sarcásticos al pasajero. Si queda alguna duda sobre el poder omnímodo del conductor, no hay más que constatar su claro menosprecio por las reglas impresas en el vehículo, comparable quizás a aquellos tiraderos pestilentes donde un atento aviso “prohíbe” echar basura.

Según la letra muerta que adorna el microbús, el chofer debe hacer alto total para dejar o recoger pasaje, pero si uno se espera a que eso ocurra tendrá que ser paciente para pescar alguno detenido, y luego resignarse a bajar cuando al chofer se le pegue la gana. Otra regla establece la prohibición de llevar “ayudantes” a bordo, aunque lo más común es ver al tripulante distrayendo al chofer e impartiendo instrucciones a los pasajeros con más autoridad que gentileza. Está claro, son ellos quienes mandan y el que no esté de acuerdo ya se puede ir bajando.

Según el reglamento al que nadie hace caso, un microbús no debería invadir los carriles centrales de las avenidas, ni circular con las puertas abiertas, ni realizar maniobras de ascenso y descenso sin encender las direccionales, ni circular de noche con las luces internas apagadas. ¿Pero quién va a fijarse en esas nimiedades, si son legión los microbuseros que atraviesan la noche con los faros y cuartos apagados, como un espectro en medio de la negrura, sin que se les moleste en modo alguno? Se les ve —es un decir— uno tras otro, con la incidencia de esas excepciones que hace ya varios años se volvieron reglas, sembrando un horror mudo en calzadas ligeramente menos oscuras que ellos, donde hay que predecirlos antes de distinguir algo de su silueta, apelando al instinto de supervivencia y acaso preguntándose cómo es que no se arma un botín entre esos inocentes trashumantes cuyas vidas van colgando de un hilo por las barbas del barbaján de turno.

Mírenlos dar la vuelta en sentido contrario tras cargar gasolina en la esquina de Amargura y Revolución. Miren al otro lado, en la esquina de Avenida de la Paz, la patrulla de tránsito cuyos dos tripulantes miran la caravana sin mirarla porque es lo más normal que ellos tengan sus reglas y nadie los moleste. Aunque vengan a oscuras y apenas se distingan, cual si en vez de personas transportaran contrabando, armamento o sustancias prohibidas y precisaran del anonimato, o más exactamente de la impunidad. Pues nadie los ve, ¿cierto? De ahí a decir que a nadie le importan no hay más que un suspirillo de resignación.

Desconozco los números fatales, pero dudo que seamos apenas unos cuantos quienes hemos estado cerca de estrellarnos contra uno de estos matones en potencia. En varias ocasiones, por cierto. Pero seguro que esto es poca cosa si se compara con la diaria peripecia del pasajero que ha de resignarse a ir y venir colgado o encimado, literalmente con el Jesús en la boca, esperando el asalto, el derrapón, la volcadura, el choque, la desgracia que parezca excepción ahí donde no hay más regla que el riesgo permanente, ni más autoridad que la del forajido al mando del sarcófago con ruedas. Que el Señor lo ilumine, dirán los optimistas.

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