La ventaja del miedo

Cuando llega a nosotros, los sentidos se agudizan y entramos en un estado de alerta general.

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El miedo a la obscuridad surgió en los primitivos seres humanos, la vida diurna de nuestros antepasados marcaba toda su existencia, iniciaba con los primeros rayos de luz y concluía con el ocaso. La biología nos dotó de una visión no apta para las noches, la incapacidad de poder saber qué es lo que la noche ocultaba a nuestros ojos generó inseguridad ante los peligros que nos rodeaban, generando el temor de nuestra especie ante las tinieblas y dando origen al miedo a la obscuridad que a través de milenios se asentó en nuestro genes. 

El miedo se nos presenta ante situaciones desconocidas o incómodas, nos acompaña desde  que los primeros seres humanos caminaron por el mundo, pero no es un sentimiento inútil o negativo; cuando el miedo llega a nosotros nuestros sentidos se agudizan y todo nuestro cuerpo entra en un estado de alerta general, generándonos reflexión, prudencia y activando nuestros sentidos al máximo para ayudarnos a entender y tomar buenas decisiones; enfrentar al miedo nos ayuda a construir una sana autoestima y seguridad; al ir resolviendo nuestros problemas no sentimos más capaces y convencidos de poder superar las pruebas que la vida nos imponga.

Nuestro miedo también juega en contra nuestra y podemos vernos incapacitados a reaccionar ante él, cuando el miedo paraliza nos encontramos en graves problemas, nuestra vida puede verse en peligro, nuestras relaciones abandonadas, rotas, ahogadas en el temor; ese miedo que sustrae nuestra capacidad de reaccionar puede generar un fatal desenlace en sólo unos minutos o mantenernos inmóviles ante él viendo cómo con el paso de los días, meses y años nuestra vida se desdibuja perdiendo nuestras relaciones, capacidad de estar tranquilos y ser felices.

El miedo a decidir, a arriesgarnos, el temor a jugarnos la vida a una carta es  el veneno que impide a un hombre tomar acciones que reivindiquen sus deseos, pensamientos y decisiones en una relación en la que optó por cumplir en lo posible las expectativas de su pareja, negándose a sí mismo por el temor de perder una relación que él mismo en buena parte se encargó de ir perdiendo desde el principio, abonando desgracia a una relación que se venía muriendo día a día ahogada en una espiral de conductas ingratas y sin sentido de ambos integrantes de la pareja.

Miedo que marca todas la mañanas y noches de la mujer que, traicionada por un infiel, no encuentra la voluntad para dejar en el pasado el cadáver de una relación muerta que la ahoga, una farsa de convivencia mutua y de apariencia; ese mismo miedo que la impulsa a crearse un mundo de fantasía ante la vista de los demás, en el que no hay dolor y todo es bello cuando, en realidad, el abandono y la frustración son el aderezo de sus días y sufre la peor de las soledades, la soledad acompañada de alguien que no la ha sabido amar y a quien ella ya no ama. 

Miedo que a tantos ha impulsado a consentir relaciones de ingrata violencia, manipulación o un uso abusivo del poder con tal de no perder a la novia o el novio, como si esta práctica de propia denigración asegurara la felicidad mutua; miedo que petrifica e impide reaccionar a un hermano contra las malsanas actitudes de otro hermano como si no tomar ninguna acción fuera mágicamente a arreglar lo descompuesto; miedo del padre ante los hijos o del hijo ante la figura paterna cuando, persiguiendo una convivencia agradable y sin roces, se cae en la inmovilidad que permite el abuso, la grosería y el descrédito de una de las partes.

No, no es fácil tomar decisiones contra nuestro miedo, el propio Jesucristo sudó sangre al orar en Getsemaní ante el temor de lo que sabía que se le venía encima, es el miedo el que anida en sus labios cuando dice: “Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz”, cuando el momento de su sacrificio llegaba, pero es también la vida y la actitud propia del ser humano la que de inmediato brota de su boca al decir: “Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”, actuando con decisión y valentía, afrontando lo que se ha de afrontar por el propio bien y el bien de los demás.

Luchar contra nuestro miedo será doloroso, pero es nuestro único camino para ser plenamente humanos. Bien dicen que el valiente no es el que no siente miedo, sino el que actúa como debe a pesar de la angustia que lo envuelve y que su cuerpo se estremezca de temor. Arrojados a la vida podemos vegetar ante el temor o avanzar paso a paso frente a él. Aunque las rodillas nos tiemblen, decidamos bien.

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