La vida no es la que uno vivió

Gabriel Ramírez Aznar, es un gran pintor yucateco que fue su amigo de García Márquez, con quien convivió en los incipientes sesenta en la Ciudad de México.

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En la foto de una entrevista al conocerse que recibiría el Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez tenía a sus espaldas un colorido cuadro de otro Gabriel, este Ramírez Aznar, el gran pintor yucateco que fue su amigo y con quien convivió en los incipientes sesenta en la Ciudad de México. 

Amigos de Álvaro Mutis, quien ejercía una especie de mecenazgo desde su sitial de hombre de publicidad, que le había dado solvencia económica y la posibilidad de enrolar talentos prometedores como “creativos” y “diseñadores”, escuela para escalar a celestiales y menos utilitarias artes mediante la práctica terrestre de la gráfica, la viñeta y el eslogan. 

Por este ambiente evocado por Gabriel Ramírez y por la aparición tardía de sus obras, yo pensaba en Mutis más como un faraón de la mercadotecnia que como el gran escritor que fue.

Para los que no hacía mucho habíamos leído vorazmente y revueltos Cien años de soledad, El Lobo estepario, recetarios marxistas y veíamos “cine de arte” que requería ser discutido con la pregunta ¿qué quiso decir el director? la cercanía de Gabriel pintor con las luminarias era eso, iluminadora.

En ese círculo de estrellas emergentes brillaban pintores como el mismo Ramírez, Rojo, García Ponce o Von Günten, y escritores varios, desde Francisco Cervantes, “el poetica”, hasta los mismísimos García Márquez y Mutis, que visitaron a Gabriel Ramírez en Mérida, el Macondo yucateco al que había regresado cuando aún pervivían abuelitas descendientes de coroneles de espada y galardones de las guerras civiles del XIX. Iguales que el coronel Buendía y la inolvidable abuelita de Cri-Crí que, perdónenme la herejía, un poquito habrá influido en la decisión de García Márquez de contar la historia de Macondo como la contaría su abuelita.

Gabriel pintor citaba festivamente el comentario de García Márquez, de que la novela de Frederick Forsyth, El día del Chacal, que trata el intento de asesinato de De Gaulle, pudo ser la novela perfecta si en ella los terroristas hubieran matado a De Gaulle y que años después la gente creería que así fue de verdad. Forsyth se sorprendió del planteamiento: “¿Atreverme a matarlo? ¿Pero si estaba vivo?” y refiere que la historia ocurre en 63, De Gaulle murió en 70 y la novela es de 71; sin embargo, nos cuenta que un joven se le acercó una vez para decirle que tenía una imaginación prodigiosa por haber inventado un personaje como De Gaulle. El eterno péndulo entre verosimilitud y verdad.

De manera que cuando García Márquez publicó Vivir para contarla, había expectación; pero la autobiografía se queda atrás en el tiempo y deja en suspenso una segunda parte, una realidad tal vez demasiado cercana como para “refinarla” literariamente. Mutis, testigo de primera fila y seguro personaje del segundo acto, acompañó a Gabo casi hasta el final. 

La historia salió del clímax para instalarse en el crepúsculo. Tal como anticipa el epígrafe: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”.

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