Las pequeñas violencias

Para entender las consecuencias de nuestras pequeñas violencias, hemos de ser conscientes del alcance de nuestros actos, incluso cuando no son violentos.

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Con cariño para Ivonne Ruiz 

Hace algunas semanas toqué el tema de la violencia, me referí específicamente a la gran violencia, a la generada por el terrorismo y los diversos conflictos armados que se desarrollan en nuestro mundo. Si bien es cierto que esta particular forma de violencia envenena la convivencia de los seres que habitamos este planeta, no menos cierto es que existe otra manifestación de este mal que corroe la vida del género humano y es lo que yo llamo nuestras pequeñas violencias de cada día, aquellas que aunque carecen de la espectacularidad de la gran violencia son igualmente generadoras de sufrimiento, tristeza y angustia.

Nuestras pequeñas violencias de cada día se pueden evidenciar de muy diversas maneras: es violencia la que sufre una mujer enferma ante las palabras hoscas y desconsideradas o las miradas de burla del médico en turno en un hospital de asistencia pública; violencia es la que desayunan, almuerzan y cenan los hijos de aquella madre que, justa en sus solicitudes, las adereza con gritos, amenazas e insultos; violencia es la que quema el corazón del padre que, después de llevar a su hijo a la universidad, no recibe siquiera un gracias de despedida, sino sólo un sonoro portazo de  aquél al bajarse del automóvil.  

Probablemente el origen de estos pequeños venenos administrados cotidianamente sea la muy recurrente tendencia a valorarse a uno mismo en exceso, ésta muy humana tendencia a atribuir certificado de pertenencia a todo aquello que nuestra voluntad desea; el hecho de dar por sentado que todo lo que tengo me lo merezco, cuando en realidad es la Vida la que en muchas ocasiones inmerecidamente nos brinda todo. Si en realidad a cada uno de nosotros la Vida nos tratara con justicia y nos diera lo que realmente merecemos, ¿cuántos de nosotros no tendríamos que andar desamparados por este mundo?     

Estas pequeñas violencias nacen de nuestra firme creencia de merecer todo sin excusa ni límite, nos endiosan haciéndonos creer que nuestra voluntad tiene lugar de privilegio entre los hombres, nos aíslan cuando, sin consideración alguna, las dirigimos contra aquellos que amenazan nuestra voluntad y deseos; nos insensibilizan cuando somos capaces de repartirlas a diestra y siniestra sin objeción alguna, siempre que sirvan a nuestros propósitos, anhelos y deseos.

Para entender las consecuencias de nuestras pequeñas violencias, hemos de ser conscientes del alcance de nuestros actos, incluso cuando no son violentos, ya que por lo general no alcanzamos a vislumbrar sus resultados. Hace ya más de 15 años, escuché el caso de una maestra que llevó a reparar su automóvil y, al regresar por él, un joven ayudante de mecánico se le acercó llamándola por su nombre; la maestra sonrió y le preguntó si había sido su alumno, el joven le respondió que sí y le reclamó el haberlo declarado no apto para la escuela regular, por lo que lo enviaron a una escuela taller condenándolo a estar siempre lleno de aceite y grasa, cuando él había querido estudiar. Varios meses le llevó a la maestra recuperarse del choque emocional.  

La oportunidad de hacer el bien que nuestra violencia nos roba se pierde para siempre, podrán existir otras oportunidades pero aquella que dejamos ir se ha perdido, nadie podrá recuperarla y nadie podrá hacerla fructificar; es común que aun el bien que hacemos se escape a nuestro entendimiento.

Recuerdo bien el caso de un maestro que, regresando a su casa una noche después de un arduo día de trabajo, recibió la llamada de una mujer, madre de uno de sus alumnos que a su vez había sido su alumna en la universidad, una mujer cercana a los cuarenta que había estudiado una licenciatura. 
Le dijo que a esa hora estaba saliendo de su examen de grado de maestría y que había estudiado porque él había sido su inspiración, ya que había estudiado dos maestrías y un doctorado todo ello después de los cuarenta años. Esa noche y muchas más el maestro se acostó con felicidad, mucha paz y agradecimiento en su corazón. Nunca sabemos el alcance de nuestros actos.         

La redención de nuestras violencias de todos los días se encuentra en algo llamado empatía, algo que hace dos mil años ya Alguien había definido como amar al prójimo como a ti mismo. Sólo en el aprecio del valor del otro, en el reconocimiento y aceptación de la dignidad de todos los hombres y mujeres que nos rodean, el veneno de nuestras violencias cotidianas encontrará su justo antídoto.

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