Los alfiles del capitán

Como un torbellino se han sucedido, uno a uno, diversos acontecimientos...

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Como un torbellino se han sucedido, uno a uno, diversos acontecimientos que eslabonados entre sí dan cuenta de la magnitud de una gran batalla librada en el más agreste campo: en ése donde las armas más letales son la palabra, la astucia y la sorpresa. El Capitán sonríe, está satisfecho; sus estrategias militares lo llevaron a un triunfo limpio, impecable, grandioso, sin ceder un solo ápice del territorio conquistado, sin ser obligado nunca a retroceder y mucho menos a firmar armisticios vergonzosos. Su tropa lo admira y sus subalternos lo respetan. Todos comprometidos en un solo propósito, la unidad.

Muchos días, semanas enteras de marchar sobre terrenos pedregosos, fangosos, han acontecido desde el momento en que el Hombre de la Guayabera Blanca empuñó el lápiz y en una hoja en blanco escribió el nombre de quien sería su sucesor en el mando. Era solamente una propuesta, pero no cualquiera: venía del Número Uno, del Capitán de un ejército local bien organizado, obediente y fortalecido en el ejemplo, capaz de arrasar en La Batalla Final, la que se decidirá muy pronto en el ignoto camino donde por seis años se festinan los triunfos o se lloran las derrotas: el de las urnas.

Él es el que dispone y el que ordena. Arriba de su investidura sólo está un general de facto, el que se ostenta por encima de todos los que dirigen los ejércitos, el que decide quién va y a dónde, quien se queda y porqué, es el Jefe Supremo en turno, el mismo que asintió la Propuesta del Capitán. La estrecha relación entre uno y otro, la garantía de llevar a buen puerto el barco donde viajará el relevo en el mando y la vitalidad, capacidad y la inteligencia representados en un rostro joven, fueron factores determinantes para definir el nombre de El Sucesor. 

Muchas cartas de juego se tiraron sobre la mesa, diversas consultas se realizaron y el Hombre de la Guayabera Blanca tuvo que analizar cada palabra y cada gesto de quienes aspiraban a quedarse con el mando, pero sólo uno reunió destreza y liderazgo. Y Sólo uno conjugó, para el que ordena más arriba, el perfil exacto de una nueva generación en cuyas manos estarán depositados los destinos de un pueblo entero; sus anhelos, la fortaleza y también su esperanza.

El Sucesor, que viene montado en el brioso Caballo de la Victoria, empuña   – desde el primer día- el estandarte de la lealtad, virtud imprescindible para ingresar a las filas de la milicia, portar el uniforme y más adelante ser merecedor de ascenso, medalla o condecoración. La gratitud será la leyenda que enmarque sus acciones y en cada expresión de su rostro se reflejará con orgullo la sonrisa de portar con gallardía el traje y las insignias de su regimiento.   

Es cierto, el camino se tiñó de infidelidades y traiciones. Los ciegos y torpes no pudieron ver más allá del alcance de sus narices y aún hay quienes continúan sin poder percibir las señales cada vez más claras del rumbo a seguir, pasando de la ceguera a la necedad, ésta última actitud imperdonable en la guerra: porque la ceguera es connatural en los hombres cortos de instrucción, pero la necedad implica un cruce difícil entre la estupidez y la mala fe.

Pero, los que se perdieron en el lóbrego laberinto de la pasión política tendrán una oportunidad. El Sucesor no viene en son de conquista, no trae la espada desenvainada, viene a reagrupar a los batallones desperdigados, a reconocer liderazgos olvidados, a suturar heridas recientes: a cerrar filas en pos de un solo proyecto. Sabe, porque así lo aprendió en El Arte de la Guerra, que: “Aún Los soldados derrotados deben ser bien tratados, para conseguir que en el futuro luchen para el general triunfante. A esto se llama vencer al adversario e incrementar por añadidura las fuerzas propias”.  

Ha nacido un nuevo Rey; pero el legado, la herencia y el camino hacia el triunfo que con habilidad, con esfuerzo y con destreza trazó el Capitán, no se perderán en la brumosa noche de la ingratitud. La lealtad no tiene fecha de caducidad.

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