"Medianoche en México..."

¿Qué hay en este, nuestro país, que aún le resulta digno de cariño?

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Permítame el lector una pregunta incómoda: ¿usted quiere a México? Si prefiere, las preguntas pueden ser otras: ¿por qué le resulta amable México? ¿Qué hay en este, nuestro país, que aún le resulta digno de cariño? Y no me refiero al apego natural que se le tiene al terruño. Ese es innegable y, quizá, imposible de evitar. Dejemos de lado ese apego. Pregúntese el lector si aún quiere a este México que, de una u otra manera, ha estado con nosotros por décadas: el México de la corrupción, donde miles y miles de jóvenes optan por la violencia como una vía para salir de la pobreza, donde los políticos se regodean entre el despilfarro y la parálisis (o ambos), donde la movilidad social es imposible y la justicia es inalcanzable. ¿Usted quiere de verdad a este país?

Alfredo Corchado, periodista nacido en México pero nacionalizado estadunidense desde la más temprana infancia, ha escrito un libro cuya intención central es responder —y provocar— esas preguntas dolorosas. Lo ha titulado Midnight in Mexico: a reporter’s journey through a country’s descent into darkness (Medianoche en México: el viaje de un reportero por el descenso de un país hacia la oscuridad). A diferencia de otros —notables— periodistas que lo han arriesgado todo cubriendo nuestros años de sangre y miedo, Corchado no se limita a hacer la crónica del horror. Por supuesto, la hace…y es espeluznante. Pero el alma del libro está en la relación del autor con el país que lo vio nacer y del que sus padres, como tantos millones de mexicanos, decidieron escapar en busca de una vida mejor. Corchado habla de México con una nostalgia que aprieta el corazón. Una y otra vez regresa a describir San Luis de Cordero, el pueblo de Durango donde nació, y Ciudad Juárez, la ciudad de tránsito que lo acogió antes de partir a Estados Unidos. Por momentos, la manifestación de su melancolía se acerca al realismo mágico. La secuencia en la que narra como, al nacer, la familia enterró su minúsculo cordón umbilical para atarlo al terruño para siempre me recordó al García Márquez más dulce. No hay misterios en los motivos íntimos de Corchado para exponerse al peligro y convertirse en corresponsal en la tierra de sus padres: ha venido a México para resolver el acertijo de su propia identidad y entender —y quizá disolver— el vínculo amoroso que le ata a México.

Por desgracia para Corchado, el suyo es un amor en tiempos de cólera. En México, se topa con la medianoche. El contraste entre el México sublime de su infancia —lleno de nobleza, tardes al sol; casi un estereotipo— y la terrible violencia del México que Corchado encuentra durante sus casi 20 años como corresponsal es simplemente abrumador. Resulta ser que el país que ha idealizado es un polvorín, una maraña de contradicciones, escenario de robos, traiciones, atropellos. Un país donde el cinismo y la hipocresía es cosa de todos los días. Un país gobernado por décadas por un partido cuya indolencia y complicidad dieron pie a un Estado paralelo que creció hasta volverse incontrolable. El país del Chapo, de El Z-40, de Villas de Salvárcar, de La Línea, del gobierno infiltrado y los periodistas asesinados o amenazados (como Corchado, en la mira de Los zetas por años). El México de Vicente Fox y su debilidad; el de Calderón y su desconfianza. Corchado regresó a buscar un país que ya no existe. En su lugar, nos dice en Midnight in Mexico, hay un engendro violento, impredecible y, carajo, no demasiado querible. Un país derrotado.

Aún así, dramáticamente, Corchado trata una y otra vez de reconciliarse con la tierra mexicana. Trata de hallar motivos para convencerse de que sí, a México vale la pena quererlo tal y como está, no obstante la sangre, la traición y la medianoche. Por momentos, cuando describe sus encuentros esporádicos con lo mejor de México (los remanentes de nobleza que aún se esfuerzan por sobrevivir, a veces a pesar de sí mismos), parece que Corchado encontrará los motivos para justificar su cariño casi mítico, por México. Le irrita, por ejemplo, el desapego pragmático de sus padres, que han optado por mantener viva la tradición de aquello que es, en efecto, lo mejor de la idea de México (la familia, la comida, la risa, la solidaridad, la fe), pero lo hacen lejos de este México real e intensamente cruel. Durante el libro entero, Corchado parece no querer aceptar la lección de sus padres (que son la conciencia del libro): que la patria no está donde está la tierra, sino donde están los apegos más íntimos. No en los viejos terrenos polvorientos de Durango, sino en la nueva casa a la que el migrante, con todo esfuerzo y dolor, ha llevado a los suyos, a buscar una nueva vida, a formar una nueva patria. Aunque en Durango esté enterrado el cordón umbilical y los recuerdos.

Es hasta las últimas páginas cuando, con enorme sutileza y talento narrativo, Corchado invita al lector a una catarsis conmovedora. El autor está en Estados Unidos, rodeado de su familia, mirando nadar a sus sobrinos. Escucha las voces de los suyos. Respira tranquilo. Ya no se siente amenazado. Sigue pensando en México, porque no hacerlo es imposible. Pero lo ve desde lejos, desde la seguridad de la tierra adoptiva. Desde allá ha decidido querer a su país. ¿Quién podría culparlo?

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