Mérida muerta y Mérida viva

La última vez que, el viejo de rodillas artríticas, estuvo en el norte de Mérida todavía existía Cordemex, la calle 60 era de doble sentido y tren a Progreso.

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Aquella mañana de domingo –en que para no variar estaba acostado en su vieja, suave hamaca “de cuatro cajas” leyendo el Milenio y había decidido que no saldría ni a la puerta-, se presentaron a la casa del cascarrabias (en las goteras de la ciudad) dos parientitas que lo querían mucho y que de vez en cuando iban por él para sacarlo a pasear.

Normalmente les pedía que lo llevaran al Centro, pero en esta ocasión ellas le advirtieron que tomarían otra ruta porque “no queremos que te quedes sin conocer Mérida”.

¿Qué me van a enseñar de Mérida estas rapazuelas, si la conozco como la palma de mi mano?, se preguntó, pero se dejó llevar. Sabía que junto a ellas el día sería bueno y provechoso –lo mejor de todo es cuando paran en algún pequeño restaurante, se “punzan” dos cervezas y comen sin prisa, porque es cuando la plática se desgrana fluida y enriquecedora-.

La visita de aquéllas era una de las pocas cosas que le quitaban el mal humor y los resentimientos que acumulaba. Y sus pasadías a su lado le dejaban un regusto de felicidad que le duraba varios días.

Enfilaron en el viejo Honda sobre el Periférico y ya desde ahí empezó a asombrarse el vejestorio. “¡Uay!”, exclamó. “No pensé que hubiera una calle así en Mérida”. Como chiquito travieso se asomaba por la ventanilla cuando subían los puentes. En un ratito llegaron el entronque de Progreso y el asombro del anciano fue creciendo.

De sorpresa en sorpresa, el viejo de rodillas artríticas (sobre todo la izquierda) iba sin saber dónde poner la mirada. Las plazas comerciales de las que había oído hablar le parecían sacadas de novelas futuristas y lo que en ellas se vendía superaba cuanto hubiera podido imaginar.

La última vez que estuvo en el norte de Mérida todavía existía Cordemex, la calle 60 era de doble sentido, había tren a Progreso y el Paseo de Montejo y su Prolongación apenas llegaban un poco más allá del Club Campestre que era el sitio de más postín para la gente de cuxum abolengo.

El que le dijeron es el Gran Museo del Mundo Maya fue de las edificaciones que más le gustaron, pero cuando pararon a verlo y divisaron el Centro de Convenciones no pudo evitar que dos lagrimones salieran de sus cansados ojos.

Repuesto rápidamente, les explicó a aquellas jovencitas que en ese sitio hubo una vez un emporio industrial henequenero (el más grande del mundo) que llegó a procesar hasta más de cien mil toneladas de agave y daba empleo a miles de yucatecos en los ejidos y en las fábricas.

“Es una historia larga y con episodios dolorosos que algún día les contaré”, les dijo. “Hoy nada va a nublar mi alegría. Sigamos conociendo Mérida (la de ustedes, la mía ya está en la historia, pensó)”.

Y no pudo evitar decir desde el fondo de su alma: Sic transit gloria mundi…

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