Mujeres de amor irracional

Dos hermosas madres han marcado mi vida: mi propia madre y la madre de mis hijos.

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En alguna ocasión escuché la historia de una jovencita que tenía que escribir una composición sobre su madre y mientras lo hacía le asaltó una duda y dirigiéndose a su padre le preguntó: ¿de qué color son los ojos de mamá?, el padre sonrió al tratar de contestarle y su mirada se turbó. 

Tras varios años de novio y más de veinte de matrimonio, era una pregunta demasiado rutinaria, su semblante enrojeció, tratando de recordar se llenó de vergüenza. La muchacha preguntó lo mismo a sus dos hermanas, y todos se quedaron avergonzados al darse cuenta de que nadie lo recordaba. Cuando la mamá llego a la casa todos exclamaron aliviados: ¡verdes!, ante la sorpresa de la mujer que no entendía nada.

Condena mortal de todos los humanos es la rutina y la costumbre, nos acaban robando muchas veces el asombro ante las maravillas que cada día la vida nos pone ante los ojos, la ceguera de la costumbre nos secuestra la posibilidad de maravillarnos. 

En esta neblina diaria se nos pierde el ser humano que tenemos enfrente y acabamos cerrando los ojos a la riqueza que trae a nuestra alma y nuestra vida, muchas veces terminamos relativizando su valor en nuestros días y damos por sentado que todo lo que nos aporta es natural, esperado, de esa manera debe ser y nos deja de sorprender todo lo que aporta a nuestra vida.

Especialmente nos puede llegar a suceder con la figura más importante en nuestra vida: nuestra madre; aunque mucho se ha escrito y alabado la maternidad y en estos días se procura ensalzarla lo más posible, desgraciadamente no menos cierto es que mucho de lo que se dice en estos días tiene más que nada fines comerciales, como si la respuesta adecuada al amor de una madre fuera el regalo que tratara de callar la no tan extraña indiferencia del día a día.

Dos hermosas madres han marcado mi vida: mi propia madre y la madre de mis hijos, dadoras de vida generosas en brindar la suya al máximo, han labrado a través de los años en un esfuerzo fiero y descomunal el destino de nueve seres humanos, no sólo han engendrado seres humanos en su seno, sino que han dedicado su esfuerzo y hasta su último aliento a inspirarlos a ser auténticos, libres y generosos; predicando con el ejemplo de su vida, regando con su cariño la tierra fértil donde habrían de crecer sus vástagos, abonando el campo del futuro con su alegría, lavando con sus lágrimas las tristezas y dolores de sus hijos.

Sí,  yo tengo una deuda de amor con estas dos mujeres, la vida no me alcanzará para agradecerles,  la que por su amor me dio vida y la que por amor me brindó hijos; mujeres de verdad que con sus virtudes, dolores y defectos han brindado generosamente su vida para que sus hijos sean lo que hoy son, mujeres que han entregado sus vidas en plenitud a la tarea de formar los mejores seres humanos que les sea posible, guerreras indomables ante el dolor y el sufrimiento, bálsamo de sus hijos ante los golpes y dolores de la vida.

El amor como la donación perpetua de un ser humano hacia otro, el amor como la legítima entrega de la vida en beneficio del otro es el amor distintivo de la madre, este es el amor que transcurre en nuestras casas, el que se expresa en las comidas, es el amor que amarró nuestras agujetas en los primeros días de escuela,  aquel que nos consoló en las caídas en nuestros juegos de infancia, que alivió nuestras primeras penas de amor, que abrazó nuestras soledades adolescentes, el amor que fervientemente espera en su ancianidad una mirada de cariño de sus hijos ya mayores.

Es el amor que es origen y sustento de la humanidad, son nuestras madres las que le han dado sentido al ser humano, nuestras madres son las que nos conducen en el esfuerzo de construirnos a nosotros mismos como verdaderos seres humanos, vidas entregadas y consumidas en el amor a los hijos, vidas que generosamente renuncian a sí mismas para generar más vida en nosotros, vidas que transcurren al lado de las nuestras y a las que por tenerlas siempre al lado nuestro las enterramos muchas veces en el abrazo de la rutina; perdidos en la rutina perdemos el valor de su presencia en nuestros días.

Mujeres de amor irracional, mujeres de amor inexplicable, mágico, perpetuo y glorificador, yo hoy  les pido perdón por las veces que la ceguera de la rutina ha invadido mis ojos y agradezco a Dios su presencia en mi vida; en ustedes se cumple plenamente aquello de: “No hay amor más grande que el de aquel que da la vida por los demás”.

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