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En un café, Sigifredo Durazo me regaló un ejemplar del libro Poesía (Fondo de Cultura Económica, 1964), de José Gorostiza, que contiene además el discurso de este ilustrísimo tabasqueño, en ocasión de su ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua.

Sigifredo era joven, al igual que yo en ese tiempo, cuando el hermano de su papá, El Negro Durazo, era ya tristemente célebre como jefe de Policía y Tránsito de la Ciudad de México. Sigifredo era de muy fina estampa, y tenía dos hermanas igualmente etéreas y bellísimas, aunque lo más destacado en él era que mientras los demás miembros de un grupo de aspirantes a literatos, andábamos embobados por el boom de la literatura iberoamericana, él, Sigifredo, estaba adelantadísimo en cuestiones del espíritu, afiliado ya al hinduismo, a la doctrina de Lao Tse, y a otras corrientes universales y eternas del pensamiento.

Esta ventaja de “Sigi” le permitía regañarnos didácticamente, como si fuera un legendario maestro de budismo, aunque también le otorgaba a sus acciones una cierta excentricidad que, para no envidiársela, nosotros la convertíamos en actitud risible.

Fue así que, en una visita que hizo una célebre y bella poetisa al puerto donde vivíamos,  le empezamos a contar a esa ilustre visitante las anécdotas, presuntamente chuscas, de “Sigi”, buscando descalificarlo ante ella, la poetisa, porque todos nosotros soñábamos con tener un romance con ella, a pesar de que casi nos doblaba la edad. Pero en vez de lograr nuestro fin de ridiculizar a “Sigi”, el resultado fue contrario: la poetisa dijo:

– ¿Por qué no me lo presentan?

Acto seguido, dejamos de hablar de Sigifredo, quien por ese tiempo se daba el lujo de bailar zapateados encima de la patrullas policiales, amparado por el inmenso poder que ostentó su tío, El Negro Durazo, poder que llegaba a tierras costeñas.

Pero el caso es que ese libro, Poesías, o más precisamente el poema Muerte sin Fin, contenido en ese volumen, transformó mi vida, en el sentido de que me colocó en una exaltación que luego, con el paso de algunos pocos años, se fue convirtiendo en melancolía, al grado de que pude entonces haber recitado como si fuese mío, aquel poema de Amado Nervo dedicado a Tomás de Kempis, que así comienza:

“Ha muchos años que busco el yermo, / ha muchos años que vivo triste, / ha muchos años que estoy enfermo, / ¡y es por el libro que tú escribiste!”

Obviamente, ni Muerte sin Fin ni Imitación de Cristo (Kempis) son en realidad textos generadores de tales resultados, sino que más bien inciden en naturalezas mórbidas, predispuestas a la melancolía.

Así andaba yo, con un enardecimiento semejante al que padecen los tuberculosos; es decir, una fiebre muy especial, descrita magistralmente por Thomas Mann en su novela La montaña mágica. Hasta que un día, otro amigo de ese mismo grupo, puso en mis manos un ejemplar del poema Circuncisión del Sueño (1957, Fondo de Cultura Económica), de Emilio Prados, miembro de la Generación del 27 (García Lorca, León Felipe, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Rafael Alberti, Dámaso Alonso, Luis Cernuda, Gerardo Diego, Vicente Aleixandre).

Entonces ocurrió un milagro: esa pesadumbre que arrastraba yo por una lectura digamos que equivocada o demasiado personal, de Muerte sin Fin, se convirtió de pronto, bajo la influencia de Circuncisión del Sueño, en una reconciliación con la vida, con la naturaleza, con todo. Trataré de explicar esto.

Muerte sin Fin tiene como epicentro la figura de un vaso de cristal con agua, que en una elemental interpretación se puede traducir como la dialéctica entre forma y fondo. A su vez, Circuncisión del Sueño gira en torno a la eclosión de una semilla de trigo; o sea, el nacimiento de una planta de trigo.

Mientras en Muerte sin Fin la muerte es la figura dominante, en Circuncisión del Sueño la vida, o el continuo renacer, es el leitmotiv  o tema central.

Mientras en Muerte sin Fin la muerte se transforma y toma todas las apariencias, en Circuncisión del Sueño el renacer del trigo aparece en todas las manifestaciones de la vida y en toda la materia, como el viento, la luz, las estrellas.

Así entonces, me pareció que ambos poemas se complementan; o más aún: se retroalimentan. No es casualidad, que Prados  (n. 1899) y Gorostiza (n. 1901) hayan sido contemporáneos, y pertenecientes a sendos grupos de suprema importancia para la poesía en lengua castellana, porque se puede afirmar que ambos se nutrieron de los mismos misteriosos, invisibles fluidos que determinan el carácter profundo de una época.

Bajo esta suposición, empecé a escribir lo que fue mi primer ensayo: Muerte sin Fin y Circuncisión del Sueño: Correspondencias diametrales, que ganó el primer lugar de un concurso internacional de ensayo literario, cuyo premio en metálico me vi en la necesidad de rechazar, por cuestiones de dignidad.

Sin embargo, lo que me interesa destacar en esta entrega para Novedades de Chetumal, es que Friedrich Nietzsche y José Gorostiza, coinciden en un punto inesperado, como lo es la arquitectura. Veamos:

En su libro El crepúsculo de los ídolos, Nietzsche opina: “La arquitectura es una especie de elocuencia de poder, expresada por medio de las formas, unas veces persuasiva y hasta acariciadora, otras limitada a dar órdenes”.

Por su parte, en Notas sobre poesía, su discurso ante la Academia Mexicana de la Lengua, Gorostiza ilustra, por decir así, este comentario con las siguientes palabras:

“El Partenón en su majestad empequeñece y abate. La arquitectura está sola en él, grandiosa y escueta. El Taj Mahal, en cambio, aparece frente a los espejos de agua en que se mira como anegado por una inconfundible inspiración poética”.

Como sabemos todos, el Taj Mahal es un complejo de edificios construido entre 1631 y 1648 en la India, por el emperador Shah Jahan, en honor de su esposa favorita, Arjumand Bano Begum, que había muerto de parto.

La construcción del Partenón, en cambio, fue iniciada por Pericles como agradecimiento de la ciudad de Atenas a los dioses, por su victoria contra los persas, y se edificó entre los años 447 y 432 a. C.

A propósito, creo recordar que El Negro Durazo mandó construir una mansión ostentosísima en Zihuatanejo, que es una especie de réplica del Partenón griego. Sic transit gloria mundi, latinajo irónico que parece proceder justamente de Tomás de Kempis: “O quam cito transit gloria mundi” (Imitación de Cristo 1, 3, 6) (“Oh, cuán rápido pasa la gloria del mundo”).

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