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El supuesto penacho de Moctezuma está bien allá en Viena. Es el hombre más despreciable en la historia de México, al parecer muerto por su gente a pedradas cuando trató de evitar la rebelión contra los españoles que lo habían hecho prisionero en su propio palacio. El relato es asombroso: Hernán Cortés y un puñado de españoles, “que no llegábamos a cuatrocientos”, dice Bernal Díaz del Castillo, penetran sin obstáculo hasta el corazón mismo del imperio famoso por la bravura de sus guerreros. Están en las entrañas del monstruo, y están solos, en medio de un lago. Con una soledad hoy no imaginable, peor que la de humanos en Marte.

Y allí ocurre un acto de magia: los invitados del emperador, alojados en un palacio de seguro sombrío a falta de vidrios, maloliente a sangre putrefacta de los sacrificios humanos que se realizan a diario nomás cruzando la acequia, rodeados por un millón de siervos en las poblaciones ribereñas, millones de kilómetros cuadrados desconocidos, ante sacerdotes pestilentes porque se untan la sangre y se les pudre en los pelos largos, a la vista de los filosos cuchillos de pedernal con que de un golpe abren el pecho y sacan el corazón palpitante: en ese mundo aterrador que por gracia de Nuestro Señor Jesucristo acabó para siempre, allí, dice con limpia prosa del Siglo de Oro:

“Por no sé qué achaque prendió Cortés a Moctezuma y en él se cumplió lo que de él se decía, que todo hombre cruel es cobarde, aunque a la verdad, era ya llegada la voluntad de Dios, porque de otra manera fuera imposible querer cuatro españoles sujetar un nuevo mundo tan grande y de tantos millares de gentes como había en aquel tiempo”. Y lo mejor: “La gente ilustrada y los capitanes mexicas todos se espantaron de tal atrevimiento y se retiraron a sus casas”.

Han de perdonar la grosería, pero la primera vez que leí este relato dije, luego de la carcajada: ¡Qué güevos, cabrón!!! A Moctezuma no lo miraban a los ojos ni sus nobles.

El mitificado amor de los pueblos originarios por la naturaleza, no fue obstáculo para que los mayas arrasaran la selva a fin de hornear piedra caliza y embellecer con estuco sus pirámides, o los aztecas mataran suficientes quetzales, un ave tan bella, para reunir 450 plumas de sus largas colas y hacer el tocado de un déspota cobardón, si acaso le perteneció pues hay serias dudas.

Lo mejor que podría hacer el Museum für Völkerkunde (Museo de Artes de los Pueblos) es emplearlo como plumero para desempolvar salas y archivos.

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