La puntualidad, un valor perdido

Ser puntuales ya no es importante para los trabajadores, funcionarios o prestadores de servicios.

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Mientras sus hábiles manos forjan platitos, vasijas, jarrones y otras figuras de barro, uno de los pocos alfareros que sobreviven en Guanajuato va desgranando consejos a un grupo de visitantes a su taller: “Nunca regateen el trabajo de los artesanos, apenas sobreviven”.  Y relata anécdotas: “Vienen muchachos y arrojan aquí sus envases y papeles”. Dice que esto no le enoja porque “pues eso les enseñaron”. Y apura: “Sé que tienen el tiempo medido, así que sólo estarán conmigo 30 minutos, hay que ser puntuales”. Y lo cumple.

Mientras le escuchaba, pensaba que este hombre era una especie en peligro de extinción, alguien para quien los valores y el respeto para los demás es una prioridad. Déjenme hablarles de la puntualidad. Ser puntuales ya no es importante para los trabajadores, funcionarios o prestadores de servicios. En un viaje reciente, ninguno de mis autobuses salió a la hora, los vuelos siempre partieron demorados (uno de ellos hasta con más de tres horas), los guías de turistas siempre llegaron tarde.

De la puntualidad se dice que es “deber de caballeros, cortesía de reyes, hábito de gente de valor y costumbre de personas bien educadas”. Es condición sine qua non de los militares. El reglamento sanciona con arresto las llegadas tarde, incluso en los pases de lista estando en el cuartel o en el barco. ¿Cuándo perdimos la puntualidad? Quizá nunca la aprendimos, ni como personas ni como país.

Hace doce años, Ecuador inició una campaña nacional para erradicar la “hora ecuatoriana”, una mala costumbre que consistía en empezar  los compromisos sociales o particulares al menos 30 minutos o una hora después. ¿Será necesaria una campaña similar en México? Nos parece que no, y tampoco hay que ingresar al Ejército o la Marina para aprender a ser puntuales.

Sí debemos inculcar la puntualidad a nuestros hijos, hacerles ver que esto implica respetar el tiempo de los demás y el nuestro. Nadie nos enseña a ser impuntuales, pero sí podemos aprender lo contrario.

Anexo “1”

¡Hombre al agua!

Una mañana de 1974, nuestro guardacostas, el “Ignacio L. Vallarta”, zarpaba de Acapulco en cumplimiento de orden de operaciones. El oficial de guardia reportó un faltista: el fogonero Dagoberto Cantero Medina. Bajito, moreno, de pelo encrespado e inconfundible acento jarocho, Cantero era apreciado por el jefe y oficiales de máquinas por su disposición al trabajo. Gran compañero a bordo, lo recuerdo con su uniforme de faenas, birrete y zapatos llenos de grasa, y un trapo sucio en la bolsa trasera (generalmente un pedazo de toalla desaparecida de algún marinero). Excelente nadador, era el encargado de liberar el “espía” que se daba desde popa hasta una boya cercana.

Esa mañana del zarpe, alguien gritó desde la maniobra de popa: “¡hombre al agua!”. Era Cantero que había llegado tarde y se arrojó desde el muelle tratando de alcanzar a nado el barco. Al saber de quién se trataba, el comandante ordenó parar máquinas y le lanzaron una escala (escalera de cuerdas) para que subiera a bordo.

No, no se salvó del arresto, pero sí de que lo dieran por desertor porque la falta tiene este agravante cuando un barco se encuentra cumpliendo orden de operaciones. Sí, había faltistas reincidentes, pero estos no terminaron su travesía, un consejo de honor los desembarcó de la Marina.

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