Represión, puerta falsa

El Estado ha perdido la legitimidad del uso de la fuerza porque la historia de su uso en nuestro país es la historia de su abuso.

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En las últimas semanas se han suscitado varias y continuadas movilizaciones multitudinarias en la Ciudad de México. Las más relevantes habrán sido, a mi parecer, las protagonizadas por los maestros de la CNTE y las dos convocadas desde la izquierda partidista, una con Cuauhtémoc Cárdenas a la cabeza, la otra con Andrés López Obrador, en contra de una reforma energética en los términos planteados por Peña Nieto.

Las expresiones más estridentes de descontento fueron protagonizadas por grupos de ultras -que me rehúso a dignificar llamándoles radicales- el 1º de septiembre. Dejando de lado los actos abiertamente vandálicos y delictivos de pretendidos anarquistas, las protestas alcanzaron niveles de confrontación con el Estado, como impedir que el Congreso sesionara en sus sedes, que son tolerados en pocos países.

El resultado más palpable para cualquier habitante del D. F., o desafortunado visitante, es que el caos propio de la capital creció hasta desbordarse en las zonas directa o indirectamente afectadas, que fueron muy amplias. Los medios de comunicación hicieron una exuberante cobertura de las quejas de personas de todos los segmentos sociales por los problemas que las movilizaciones les acarrearon y por la falta de una autoridad que imponga el cumplimiento de la ley. Entre los entrevistados se destacó el presidente del PAN, Gustavo Madero, clamando por usar tanques de agua contra los maestros.

El dilema insalvable en este conflicto, la causa real de que los ciudadanos comunes y corrientes se encuentren desprotegidos ante los abusos del derecho de manifestación, es que si la autoridad impone el orden por la fuerza, el rechazo social es aún mayor.

El Estado ha perdido la legitimidad del uso de la fuerza.

La ha perdido porque la historia de su uso en nuestro país es la historia de su abuso. Tlatelolco marcó, como tantas cosas, el fin de aquella legitimidad. Fue la gota que derramó un vaso ya colmado.
La violencia oficial se repitió -el halconazo, la guerra sucia, el fraude electoral, la guerra contra el narco y miles de eventos menos notorios- renovando constantemente su rechazo social.

Antes que reclamar al Estado imponer soluciones de fuerza es imprescindible exigirle que acredite su capacidad para hacer uso de ésta de forma legítima.

No será pronto.

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