Salvemos, al menos, nuestro entorno

La reciente cumbre del clima en Paris, Francia, es considerada la mayor confluencia de las últimas décadas...

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La reciente cumbre del clima en Paris, Francia, es considerada la mayor confluencia de las últimas décadas por un objetivo común: más de 150 jefes de Estado y Gobierno reconocieron la urgencia de frenar, ahora sí, el calentamiento promedio del planeta para evitar una catástrofe, pues este año hubo récords históricos de temperatura.

Más allá de las estadísticas y los pronósticos (que pueden ser erróneos o falsos), hubo frases con las que uno se queda porque coinciden con el sentimiento de una mayoría: la primera, del Papa Francisco, quien no dudó en afirmar “el mundo está al borde del suicidio”; y la segunda, del actor Sean Penn, al pedir a los líderes mundiales “dejen de soñar y actúen ya”.

Pero es también un problema ético y social, del ciudadano común, no solamente de los gobernantes, cuya voluntad política tiende a ser sacrificada en pro del crecimiento económico y la calidad de vida que promueven instancias internacionales, paradójicamente, mientras buscan el “desarrollo equilibrado”. Una doble moral difícil de entender en estos tiempos.

Lo cierto es que las autoridades, los empresarios y los activistas fomentan modos de producción y consumo sostenibles como única forma de evitar el desastre, aunque no muchos habitantes entienden, acatan o participan en las múltiples iniciativas. En muchos pesan más los problemas cotidianos que por aquellos tan “inciertos”. A veces es comprensible.

¿Qué podemos hacer? Según datos de la OCDE, la basura que producimos está relacionada directamente con el deterioro de la salud y la contaminación del medio ambiente. Cambiar nuestros patrones de producción y consumo, gestar un manejo eficiente, un tratamiento corresponsable y una disposición correcta de los desechos, como no arrojarla en vía pública o reducir, reusar y reciclar, son acciones simples con impacto global.

Por supuesto que hay otras muy importantes –promovidas por auténticos especialistas–, como sólo usar lo que se necesita; reducir el uso del automóvil, caminar más u optar por la bicicleta; utilizar focos ahorradores de energía; desconectar los electrodomésticos cuando no estén en uso; aprovechar la luz natural; cuidar el agua; fomentar las compras verdes (productos con empaques biodegradables); controlar el ruido; exigir más obras públicas sustentables, así como proteger, respetar y conservar las áreas verdes.

¿Quién pudiera estar en contra de estas ideas? El asunto es que la falta de tiempo, los estilos de vida típicos de esta región, la complicidad, la apatía o simplemente la pereza se imponen a las buenas intenciones, pese a que pequeñas acciones sirven si todos ponemos de nuestra parte.

Ejemplos de lo anterior sobran en Quintana Roo: las “moles de concreto” en dunas, selva, manglar y otros ecosistemas; la contaminación descarada de los cuerpos lagunares; la destrucción de arrecifes sin castigo; la caza indiscriminada de especies protegidas, o los incendios forestales provocados por desarrolladores, son algunos de los más evidentes. 

La culpa es compartida: de las autoridades, que consienten a los culpables, dejan sin castigo los ecocidios o se convierten en encubridores por omisión; y del ciudadano, porque con su apatía y su miedo hacen poco por avanzar en busca del equilibrio mencionado. 

Aun cuando los servidores públicos presenten “proyectos amigables con la naturaleza”, los ciudadanos deben vigilar la construcción y el posterior funcionamiento. Es un derecho, y en estas circunstancias, una obligación. Sólo ejerciendo los deberes cívicos han progresado sociedades de otras latitudes.

“Mientras salga el sol, corra el agua y brote una flor, la esperanza no debe morir”, sugiere un amigo ecologista a ultranza, muy confiado en una comunidad a la que percibo, lamentablemente, aún poco participativa en un tema trascendente como este.

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