Es un triunfo, me dice Hipólito Mora, jefe del grupo de autodefensa de La Ruana, Michoacán. El más famoso de los jefes de grupos de autodefensa, el día que aceptan hacerse a un lado para que el Ejército se ocupe de la seguridad en esta martirizada comunidad de 10 mil habitantes.

Sus puntuales narraciones y descripciones forman un pequeño compendio de sociología del crimen en primera persona del singular (“Platicaron conmigo, yo sí confío en ellos”) y el plural (“Hemos cuidado bien al pueblo hasta ahorita”) para llegar a una síntesis: “Nos hacemos a un ladito para que hagan su trabajo”.

La Ruana es ese lugar de Michoacán, de México, que quedó bajo sitio de los Caballeros Templarios, y adonde no podían entrar Pemex, Bimbo, Oportunidades. El cerco fue roto por las fuerzas federales y, según Hipólito, incluso los empacadores de limón regresarán a trabajar hoy o mañana.

“La gente se molestó conmigo”, confiesa. “No confían en ellos ni les gustó que les entregáramos las riendas del pueblo. Sabemos que con unos minutitos que dejen libres las entradas, aquellos se meten y nos matan, porque saben cómo hacer daño”.

Asegura que no le entregaron sus armas al Ejército, pese a ser de uso exclusivo del Ejército, y que “Dios quiera que no me levanten cargos, porque yo no estoy haciendo nada malo”.

Al final, Hipólito me pide apoyo para hacer llegar un mensaje: “Al presidente Peña Nieto; que me ayude con los chamacos que están detenidos. Quedan como cuarenta y tantos, déjelos salir, son gente muy pobre; se lo pido, por favor, si quiere, hasta me arrodillo”.

Vaya historia. Vaya discurso.