Hace  algunos años escuché al “Maquío”, candidato presidencial del PAN, expresar que en política no se vale de todo; que siempre debía estar el referente del respeto y lo moral.  Actuar y expresarse con firmeza, con dureza, pero sin odio y sin violencia. Extraño escucharlo de quien sufría  represiones y calumnias del totalitarismo.  Esta forma de pensar y  actuar reflejaba una enorme valentía que demostró además ser una fórmula inteligente que cambió a México.

En ese entonces,  se apostó con éxito a una política álgida en la confrontación de ideas y argumentos, pero respetuosa de la dignidad de las personas por muy equivocadas que se considerara que estuvieran. Se trataba no de acrecentar odios personales sino coincidencias colectivas que dieran como resultado bienes públicos y no guerra. Expresiones fuertes contra los adversarios, pero nunca diatribas personales. Y esto no tiene nada de angelical, iluso o religioso. Acaso tiene más que ver con lo eficaz.

Así se construye en lo público. Exponiendo con firmeza las diferencias y buscando paradójicamente las coincidencias. Defender con fuerza principios  sin abonar al odio que genera ruinas y rencores. La diatriba y el insulto pueden gustar a los seguidores radicales, pero eliminan la simpatía de quienes quieren resultados de bien.

Esto viene a colación ante actitudes de violencia de grupos radicales acontecidas hace algunas semanas y hace 6 años ante el cambio de poderes. También al leer en redes sociales insultos personales que de la política partidista se trasladan incluso a eventos deportivos.  No se trata de  limitar la libertad de expresión, sino de que ésta sea combativa pero responsable.

A ello deben motivar quienes ejercen liderazgos en la sociedad. Y si de oponerse se trata hagámoslo con fuerza pero con la inteligencia de saber que la violencia y el insulto sólo hacen fuertes a quienes desde el poder buscan pretexto para quitarnos nuestras libertades.