Todos somos culpables

Los seres humanos nos hemos visto en algún momento de cara con la culpabilidad y probablemente, en varias de esas ocasiones tengamos razón

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Recuerdo que cuando tenía alrededor de 12 o tal vez 14 años, estaba comprando unas postales en una librería y decidí llevarme cuatro cuando sólo había pagado tres; esto sucedió hace unos 40 años, las sensaciones de desagrado conmigo mismo y de franca culpabilidad se quedaron en mi mente durante muchos años; aún ahora, después de cuatro décadas, parece que estoy presenciando la situación como si todo estuviera sucediendo en este instante; si bien el sentimiento de culpa ya no me atormenta, el momento se quedó grabado en mi memoria para siempre.

Como gran parte de los seres humanos, en lo personal he tenido miles de oportunidades de sentirme culpable, desde no haber estudiado para un examen cuando joven, pasando por no haber sido lo suficientemente discreto con una confidencia que se me hubiera hecho. 26 años de matrimonio y tres hijos me dieron sobradas razones para sentir los efectos de la culpabilidad en cualquiera de ambos ámbitos, ya sea en lo que fueron las relaciones de pareja o los momentos en los que como padre sentí que no llegué a cumplir con mis propias expectativas.

Todos los seres humanos nos hemos visto en algún momento de la vida cara a cara con el sentimiento de ser culpables de una o varias cosas y la verdad es que probablemente en varias de esas ocasiones tengamos razón; el sentimiento puede llegar a ser devastador y no pocas veces puede dar pie a una incertidumbre tal que dañe el desarrollo de nuestra vida. Por regla general, aunque con sus excepciones, el ser humano tiende a ser mucho más inflexible con el error propio que quienes nos rodean con respecto a nuestros errores; es relativamente común que quienes están a nuestro alrededor den una menor importancia a nuestros errores que la que nosotros mismos les damos.  

Recuerdo con claridad el caso de una mujer que, después de haberse sometido a un aborto, tuvo tal sentimiento de culpa que tuvo que recibir durante varios años tratamiento psiquiátrico; en esos momentos ferviente católica, confesaba una y otra vez el hecho, sin darse cuenta que ese sentimiento de culpabilidad le hacía caer en uno de los siete pecados capitales: la soberbia, ya que si Dios la había perdonado en la confesión, ¿quién era ella para rechazar el perdón y seguirse identificando como culpable?. 

Séneca y San Agustín desde hace siglos aseguraban que “errar es humano” y, por lo tanto, si bien los errores no deben ser justificados, sí han de ser comprendidos como parte de nuestra naturaleza imperfecta y hemos de trabajar en repararlos y superarlos. En lo personal, recuerdo la insistencia de un sacerdote, quien me aseguraba que como no se podía saber con certeza todo lo que sucedía en el alma de una persona, esa era razón suficiente para ser comprensivo con sus acciones; sin embargo, la única persona de la que teníamos un alto grado de conocimiento acerca de sus motivaciones éramos nosotros mismos, entonces habríamos de ser inflexibles con nosotros y todo lo comprensivos posible con los que nos rodean.

El problema es que la inflexibilidad con nosotros mismos puede generar un alto grado de culpabilidad que en nada va a beneficiar a nuestra vida; el dejarse arrastrar por los sentimientos de culpabilidad sólo hará más cuesta arriba la superación de nuestros errores, nos alejará de la alegría de vivir, enturbiará nuestra convivencia actual con fantasmas del pasado y en general nos impedirá alcanzar la felicidad, aquella que todo ser humano está llamado a vivir. La culpa es el dolor de un pasado encajonado que atenta contra la esperanza del futuro.

Y he aquí que llegamos a uno de los antídotos perfectos contra la culpa: la esperanza, esa esperanza que nos impulsa serenamente a vivir nuestra vida sabiendo que lo que ha de venir para nosotros será algo bueno, aquella esperanza que confiando en el amor de Dios entiende que las dificultades del camino no serán pocas, pero que todas ellas se resolverán a favor de quien cree firmemente que así será. 

Aceptemos el sentimiento de culpabilidad como algo normal en nuestras vidas, pero no permitamos que haga su nido en nuestro día a día, que esa culpa sea sólo el trampolín desde el cual impulsarnos a purificar nuestra vida diaria y no el grillete que aprisione nuestros días con dolor; una vida que se intenta construir sobre la culpabilidad no es vida. Que el cimiento verdadero y vivo que nos lleve a la plena realización de nuestro espíritu sea la esperanza.

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