Velazqueños, rejonianos...

Cuando alguien de fuera indaga por nuestro paisanaje, pregunta si somos de Mérida y no de Yucatán.

|
Compartir noticia en twitter
Compartir noticia en facebook
Compartir noticia por whatsapp
Compartir noticia por Telegram
Compartir noticia en twitter
Compartir noticia en facebook
Compartir noticia por whatsapp
Compartir noticia por Telegram

La identidad es marcada siempre por el origen, sea el país, la patria chica o el barrio. El gentilicio nos sigue y a veces nos persigue. Cuando se nos escamotea dudándose de nuestra verdadera “nacionalidad”, la mayoría de las veces nos sentimos arteramente traicionados, excepto en los casos en que pretendemos mantenernos de incógnito, como nuestros heroicos paisanos migrantes. 

Los yucatecos somos especialmente sensibles y celosos de nuestro origen, aunque a lo largo de centurias nuestro territorio ha venido encogiéndose. Desde la conquista, Yucatán abarcó una vastedad que excedía a veces la península, oscilando por épocas de los acuosos territorios de Tabasco a Las Hibueras centroamericanas. Después, fuimos yucatecos los habitantes de la península, con los extensos “partidos” de Mérida en el noroeste, Izamal en el centro, Valladolid en el noreste, Tekax en el sureste y Campeche  en el suroeste. 

Esa enorme Geografía era como una gran rosa de los vientos con la que los yucatecos repasábamos los puntos cardinales y, tal vez, fue motivo de confusión, como la del inmortal poeta del crucero, Juan Salazar I, quien declaró que “el oro viene de oriente / el óxido de occidente / no te enjuagaste pariente / tienes frijol en el diente”.

Cuando las pugnas intestinas llevaron a la separación de Campeche -no sin protestas de los carmelitas- la parte de más acá siguió llamándose Yucatán, apropiándose del gentilicio, acaso por habernos quedado con el pedazo más grande; y la de allá, Campeche. Lo mismo pasó con la segregación de Quintana Roo, llamado así en homenaje al prócer, aunque esa vez nos quedamos con el pedazo más chico, pero seguimos llamándonos Yucatán.

Actualmente, cuando alguien de fuera indaga por nuestro paisanaje, pregunta si somos de Mérida y no de Yucatán; así, el belicoso “partido” de Mérida sigue identificándonos. Los hermanos campechanos no tienen la menor duda, pues el estado se llama igual que su capital.

Más allá de los accidentes de la historia, como peninsulares seguimos siendo todos yucatecos, fuertemente unidos por tradiciones comunes, lazos familiares indisolubles y la marcha hacia una región integrada y próspera. Además, nos salvamos, menos los de Quintana Roo, de sufrir el cambio de nuestros gentilicios por nombres patrióticos, como ocurrió en Veracruz, donde se rebautizó a un buen número de poblaciones con nombres de héroes de la independencia: Minatitlán, por Francisco Xavier Mina, y los más evidentes Hidalgotitlán, Abasolotitlán, Morelostitlán o Allendetitlán.

Si nos hubiera dado el prurito rebautismal, ¿acaso habríamos escogido como gentilicio al padre Velázquez, fundador de los sanjuanistas e ínclito precursor de la independencia? No me imagino como velazqueño ni a los campechanos como rejonianos, si hubieran escogido como epónimo a Don Manuel García Rejón, padre del juicio de amparo. Da escalofrío, aunque mi mujer dice que se debe, por culpa de este artículo, a que me estoy volviendo psicótico.

Lo más leído

skeleton





skeleton