Vivir felizmente ciegos

Vivimos envueltos en nuestras propias necesidades, arropados por el deseo de satisfacer nuestros intereses.

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Hace un tiempo leí una noticia en la que se mencionaba que una joven mujer había sido detenida en varias ocasiones por transitar a exceso de velocidad en una pequeña ciudad, había pagado varias infracciones de tránsito por su reincidencia y su conducta no mejoraba; el juez se encontraba ante el problema  de aplicar una sanción adecuada a la joven conductora para disuadirla de conducir a altas velocidades; decidió que la pena sería únicamente observar, la condenó a estar presente un determinado número de días en un hospital solamente observando a todas las personas que ingresaban como resultado de accidentes automovilísticos.

Al término de la condena la mujer declaró que había sido una de las experiencias más dramáticas de toda su vida y aseguró que era horrible lo que había visto; por demás está decir que nunca más tuvo que volver a ser sancionada por exceso de velocidad, el juez había acertado en la condena, simplemente la condenó “a ver” las posibles consecuencias de sus actos, le había hecho tangible lo que su exceso de velocidad podía producir en los demás, certeramente la había enfrentado con la sangre, los huesos rotos, el dolor y la muerte que su imprudencia podían producir.

Es así como vamos dando palos de ciego y creyendo que en realidad vemos; los seres humanos vamos deambulando por el mundo haciendo lo que hacemos la más de las veces sin saber en lo que nos estamos metiendo y en lo que estamos metiendo a los demás, vivimos envueltos en nuestras propias necesidades, arropados por el deseo de satisfacer nuestros intereses, escudados en mantener a gusto nuestra propia piel, cegados ante todo dolor que no sea nuestro.

Probablemente en alguna ocasión en nuestra juventud tuvimos una piel más sensible a las necesidades de quienes nos rodeaban, pero para eso estaban los adultos, para hacernos entender lo importante que era el cultivar el amor a nosotros mismos, asegurándonos que no podríamos amar a los demás si primero no nos amábamos a nosotros mismos; solamente se les olvidó aclarar que la autoestima es un trampolín que te debe proyectar al encuentro con los otros y no la cómoda guarida de un gato acostumbrado a relamerse a sí mismo y cubrirse de mimos, que la autoestima es en todo caso una estación en el camino y no el destino final.

Muchas veces no vemos o no queremos ver porque nos lo impide el interés en nuestro bienestar material; cuando acumular satisfactores materiales se vuelve una constante en nuestras vidas dejamos de ver al ser humano que se encuentra ante nosotros, porque bien se dice que donde esté tu tesoro, allí también estará tu corazón y si tenemos el corazón ocupado por nuestras riquezas quedará muy poco espacio para los seres humanos; si dirigimos la vista sólo a nuestros gustos y placeres no podremos ver al que frente a nosotros sufre, al que necesita compañía o una palabra de aliento.

Nuestro ego es otro obstáculo a una buena visión; cuando nos resulta evidente que nuestra importancia es mayor que la de cualquier otra persona, muy poco podremos ver de la realidad de los demás, cuando nos emborrachamos con el brillo de nuestra mente, nos vanagloriamos de nuestra sabiduría y de la lucidez de nuestro pensamiento, quedamos cegados ante las necesidades y virtudes de todos los que nos rodean; beber del elixir del narcisismo nos aleja de la realidad del mundo. Nunca mejor aplicado aquello de que el que quiera ser el primero se haga el servidor de todos.

La lejanía del ser humano de carne y hueso es fatal para tener una buena visión del mundo. No puedes ver a aquel que mantienes alejado de ti, no es posible conocer a quien mantienes a una distancia excesiva; es en el trato y la convivencia en donde nuestros ojos se abren a la realidad del ser humano que tenemos enfrente, como entre los amigos, enamorados o esposos, el aprecio sólo surge en la convivencia cercana, sin conocer y sin ver estaremos ciegos a la existencia de quienes nos rodean, nadie puede ver a quien está a cientos de kilómetros de su vida diaria, sólo al acercarnos los unos a los otros nos podremos ver.

Si todos los habitantes de este planeta nos viéramos con estos ojos, nuestro mundo cambiaría y sería más solidario y más realmente humano. Es nuestra decisión quitarnos estas vendas de los ojos y vernos unos a otros en plenitud; ciertamente nunca podremos ver del todo el bien y el mal generado por nuestras acciones pero al menos no viviremos felizmente ciegos por decisión propia. 

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