Votos y tortillas

Medido en tortillas, cada voto nos cuesta 28.8 kilos del que es nuestro principal alimento.

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Custodio, me dijo el viejo, a quien encontré en su casucha haciendo números, ¿te conté que el día que fui a la comisión electoral –así le llama, resabio de aquellos viejos tiempos en que el gobierno manejaba las elecciones- para tramitar el cambio de mi credencial me topé con tantas cosas en esa elegante oficina que me dejaron un mucho pensativo?

De entrada es un edificio muy amplio, limpio y agradable, con personas muy lindas y pulcras que van y vienen con papeles, carpetas, celulares y laptops de un lado a otro, ocupadas, a lo que parece, en asuntos de la más relevante importancia y que, insisto, han de ganar muy bien.

Cómo me acordé de los lejanos años en que comencé a votar, me dijo el cascarrabias, al que ese día se le miraba pensativo. Seguro que tú también lo recuerdas. Para empezar, sacar tu credencial de elector (como le llamaban con un candoroso eufemismo a aquel cartoncillo anaranjado que te daban sin mayor trámite) era de lo más sencillo y rápido.

Sólo tenías que demostrar tu mayoría de edad y a veces ni eso. Las oficinas de las comisiones electorales eran cuchitriles a los que mandaban a fundirse en el olvido a políticos incómodos y que a veces tenían como único mobiliario un destartalado escritorio. Las cosas políticas en el país las resolvía el secretario de Gobernación y, en los estados, el secretario de Gobierno (vale decir el gobernador en turno).

La jornada de votación era una gran farsa, siguió el carcamal artrítico (de la rodilla izquierda sobre todo). La primera vez que voté, recuerdo que en mi casilla se armó un gran alboroto porque el representante de la oposición testimonial (era casi imposible que alguno de sus candidatos ganara), armado de sus quiméricos sueños, exigía, en medio de las risas de los “funcionarios” electorales y comparsas, casi todos empleados o allegados del gobierno, que no se presionara a los electores. Había algunos que, en el colmo del descaro, acudían a la mesa vestidos de tricolor. La oposición era una verdadera reata de ilusionados (iba a decir ilusos) que muchas veces ponían en riesgo su vida. Cuánto le debemos a esos héroes anónimos. En esa ocasión, como aquel delegado opositor se mantuvo en sus exigencias, lo soltaron a la masa que le dio una buena zarandeada.

Ahora que estuve en la comisión, Iepac me dijeron que se llama, y que vi tanto lujo y comodidad –los altos jefes de ahí andan en lujosos autos o camionetas-, se me ocurrió averiguar cuánto nos cuestan esos bien vestidos y muy profesionales funcionarios y su trabajo, me contó el viejo. Uay, Custodio, me dio hasta rasquera en el sisifris. Velo, tengo aquí unos datos que saqué de la hemeroteca de don Faulo: un voto en México nos cuesta $400 pesos (unos 18 dólares), contra apenas 29 centavos de dólar en Brasil y 8.58 dólares en Costa Rica (la más barata y la más cara de las democracias latinoamericanas, excepto México).

En la mayoría de las democracias del mundo, al financiamiento público se le agrega en buenas dosis el privado. Aquí, de nuestro bolsillos sale todo el dinero que se gasta y que, en cifras de 2012 que menciona el informe de Fundaciones Internacionales Electorales para Sistemas, asciende a 465 millones de dólares. Medido en tortillas, cada voto nos cuesta 28.8 kilos del que es nuestro principal alimento. ¿No te parece Custodio que algo no está bien en todo esto? El costo de nuestra democracia es muy alto.

Ay viejo, le dije. Ya me jorobaste el día. Creo que tienes razón y ya empiezo a preocuparme, pero al menos medio funciona, ¿no?, dije dubitativo. Creo que por la salud de México debemos revisar esos datos.

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