Jubilación y ambiente controlado (2)

Afuera de la casa, a un lado de la puerta, me acomodo sobre la vieja piedra donde he hallado feliz asentamiento.

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Aquí me paso el día, sentada desde que amanece. Afuera de la casa, a un lado de la puerta, me acomodo sobre la vieja piedra donde he hallado feliz asentamiento. El paso de los años en convivencia ha resultado muy conveniente. Alegre, al reposar mi cuerpo sobre ella, me digo que somos tal para cual.  

Por las mañanas mi nieto Julio me da un beso y una cariñosa palmada en la cabeza. Le hago la diaria recomendación y después me quedo sola, con mis recuerdos, bajo el amparo del mango manila, repleto de fragante fruta.

Más tarde, mi hija Amparo sale por el nixtamal. Su cadencioso bamboleo me distrae hasta que la pierdo de vista. Los vecinos que pasan por la escarpa me saludan con respeto: yo alzo la mano y la dejo en el aire, abanicando deseos de ventura para que la brisa los alcance. Después no pasa nada. Me adormezco hasta que los llamados a comer me despabilan. “Ya he comido mucho”, pienso, aunque acepto que mi voluntad siempre flaquea ante el frijol con puerco, el relleno negro o el puchero.

Por la tarde, me concentro en la vereda por donde asoma el sol cuando se va a dormir,

Al llegar la noche, mi familia intenta en vano hacerme entrar. A lo mejor no se han dado cuenta que formo parte de la albarrada, donde las pitayas trepadoras adornan esta calle de Conkal. Recostada sobre la barda cierro mis ojos. Permito que la discreta luna me dé las buenas noches y me retiro a mi hamaca. 

Así voy dejando que los días vivan a su antojo, sin hacerme más ni menos.

Pero hoy, a media mañana, a eso de las once, una cara amable asomó desde una camioneta que pasaba por la calle. La mirada de un hombre se dirigió directa al centro de mis ojos. Una sacudida me hizo incorporar. En el encanto de aquellos ojos percibí algo más que simpatía y saludo. Esos ojos, como que estoy bien segura, eran como los de mi difunto Pedro. Quise corresponder, pero el sofoco y la vergüenza me impidieron mantener el contacto. Sintiendo la cara ardiendo de pena, agaché de lleno la cabeza por miedo a mostrar mi corazón. Atisbé, con disimulo cómo llevaba su mano derecha hasta tocarse el cabello. ¡Por Dios, como mi Pedro!

De reojo, vi cómo el semblante aquel, con los dedos en los labios, envió un beso directo que sentí hasta mis entrañas, para alejarse después por el camino. Hoy, por cierto, amaneció radiante.

¡Vaya biem!

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