'Un día nuestro hijo dejó de hablar y jugar'

Cuando Rommy se enteró que su hijo era autista supo que tendría que luchar contra viento y marea, para que el diagnóstico no acabara con sus ilusiones.

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Rommy dijo sentirse muy agradecida con Dios. (Milenio Novedades)
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Rommy Castillo
MÉRIDA, Yuc.- Una mañana de abril, un viernes 7, nació el hijo que habíamos planeado y esperábamos con amor e ilusión. Las descripciones e historias de terribles dolores de parto de mis amigas no opacaron mi felicidad y el deseo de tenerlo en mis brazos.

El nacimiento de nuestro hijo fue una de las mejores experiencias de mi vida, pese a las complicaciones del embarazo, interrumpido a los ocho meses; sin embargo, gracias a Dios llegó al mundo muy saludable.

Según los doctores que lo atendieron, nuestro hijo estaba en riesgo de presentar algún problema en su inicial y posteriores etapas de su desarrollo, por lo que entramos a un programa de estimulación temprana.

Todo iba bien cuando, un sábado en la mañana, nuestro hijo de dos años y medio despertó con extrañas actitudes: era un niño distinto, que dejó de hablar y jugar, que hacía ruidos que nunca habíamos escuchado y parecía estar en un mundo diferente al nuestro.

Lo primero que hicimos al lunes siguiente fue acudir al pediatra y luego al neurólogo, con quienes efectuamos interminables días de consultas.

En casa teníamos a un niño físicamente similar al mío, pero muy lejano al bebé que nos acostumbró a sus juegos, sonrisas, abrazos y besos con tanto amor.

Los invito a que aprendan a conocer a sus hijos, que se informen, que pregunten, que luchen por lograr no sólo sus propósitos, sino los de sus hijos

Por recomendación del pediatra, acudimos a un centro de diagnóstico, donde se realizaron estudios y un dictamen que escuchamos con mucho temor e ignorancia: autismo.

Recuerdo que al salir del consultorio de ese centro retornamos a casa con profundo dolor y en silencio. Al llegar, lo primero que hicimos fue abrazarnos y llorar. Yo no podía pronunciar la palabra autismo, me dolía tanto.

Cuestioné mucho la existencia de Dios. Seguramente no existía, porque había rezado tanto y le había pedido por nuestro hijo. Después concluí que sí existía, que me puso a prueba porque seguramente yo era un mal ser humano, una reprobable hija, hermana, esposa o una mala madre por algún descuido. 

No sé cuánto tiempo pasé así. Sólo recuerdo que aumenté tallas y peso, ya que la tristeza sólo me causaba gran ansiedad de comer y llorar. Una mañana, cuando ya alcanzaba la talla 13, me paré frente al espejo y dije: mi hijo tiene autismo. Comprendí que Dios nunca me había abandonado y que era el momento de luchar por nuestro hijo.

Entendí que en mis manos no estaba que él hablara, ya que los terapeutas del lenguaje no daban algún buen pronóstico, tampoco que modificara su comportamiento, pero sí estaba en mis posibilidades luchar porque yo me convirtiera en sus manos, brazos, piernas y hasta su voz para que él fuera un niño feliz.

Supe entonces que lucharía contra viento y marea, contra la adversidad, que nadie tenía nada escrito y que Dios no nos abandonaría, que me ayudaría a caminar y forjar la diferencia en nuestras vidas, con la idea firme de que el diagnóstico no acabaría con nuestras ilusiones.

Comprendí que todo lo que habíamos soñado para nuestro hijo lo lograríamos, que había cosas que se postergarían, sólo que los tiempos de Dios eran diferentes.

Mi esposo trabajó largas jornadas para procurar el sustento y todo lo necesario, mientras yo me dediqué al niño, a llevarlo a la escuela y a las terapias. Mientras los hijos de mis amigas iban a clases de natación, futbol o karate, el mío asistía a terapias de lenguaje, ocupacional, de comportamiento y de socialización.

No había tiempo para actividades diferentes; sin embargo, lejos de decaer, desanimarnos, seguimos trabajando fuerte. Nos partía el corazón verlo dormido (lo poco que dormía) y mirarlo agotado sin rendirse. Pensaba: “si él no se queja y no se rinde, yo no tengo el derecho de hacerlo”.

Hoy les puedo decir que me siento muy agradecida con Dios, con la vida, porque ese niño ya es un joven que el 7 de abril cumplió 19 años y asiste y vive en la universidad.

Seguimos caminando, luchando ante este nuevo reto que no es fácil. Pido a Dios que Abel logre concluir sus estudios superiores.

Nadie ha dicho que la vida es fácil, pero sí me atrevo a compartir nuestra historia porque sé que no somos los únicos en este camino y también que podemos lograr lo que soñamos.

Los invito a que luchen, a que no se den por vencidos. Los invito a que aprendan a conocer a sus hijos, que se informen, que pregunten, que luchen por lograr no sólo sus propósitos, sino los de sus hijos.

Nosotros seguimos luchando por nuestro hijo, y si hemos podido, ustedes también pueden, no se desanimen. Cuando piensen o sientan impotencia, sepan que existe la oportunidad de tener un nuevo día y lograr lo que para muchos es inalcanzable.

Es un camino difícil, pero no imposible.

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