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La designación de José Antonio Meade como candidato fue posible gracias al fortalecimiento del presidente Peña en la elección del Estado de México. Ésta pareció demostrar que tenía capacidad para sobreponerse a cualquier escenario electoral adverso. Pudo reivindicar la añeja facultad presidencial de designar sucesor, o al menos al aspirante de su partido. La disputa interna fue ganada por Luis Videgaray, dejando fuera de la contienda a Miguel Ángel Osorio Chong, quien tuvo que conformarse con un escaño senatorial.

La decisión encontró también un argumento de estrategia electoral. El candidato provenía de las filas del calderonismo, por lo que, se dijo, tendría la capacidad de atraer la votación de los electores panistas una vez aterrados de los horrores que causaría López Obrador de llegar a la Presidencia. La candidatura independiente de Margarita Zavala y la desbandada del PRD, aún adherido a la campaña de Tricky Dicky Anaya, parecían garantizar el éxito de esta estrategia. Sin embargo, la cosas empezaron a salirse del guión casi desde el primer momento. El éxito mediático de Meade duró, diría Sabina, lo que duran dos peces de hielo en whisky on the rocks. La intención de voto en su favor se congeló en el tercer lugar y ahí se ha mantenido desde entonces. Algo no funcionó.

Si bien su distancia del PRI es real, esto no sirvió para mover en su favor a los electores panistas, que desarrollaron una identificación plena del candidato con Peña, endosándole su amplio rechazo social. Sin embargo, la lejanía con el PRI rápidamente comenzó a mostrar sus efectos internos. Aun cuando los priistas aceptaron sin mayor sobresalto la designación y todos los aspirantes derrotados la acataron, ésta no significó para ellos mayor motivo de entusiasmo, ni mucho menos estimuló ningún tipo de compromiso interno de mediano plazo, por no ser el postulado parte orgánica del partido.

Con el paso de las semanas se hizo evidente que la alianza panista no estaba en vías de desfondarse y que el candidato priista no lograba siquiera empatar su popularidad. Tener al virulento panista Javier Lozano como vocero de campaña en nada ayudó a atraer a los priistas. Así las cosas, éstos, políticos de larga data, comenzaron a trabajar por conservar los espacios de poder viables ante una inminente derrota. La experiencia de 2000 a 2012 les había demostrado la importancia crucial de los poderes locales, y sus esfuerzos comenzaron a concentrarse en ellos.

Hoy, a unos días del inicio de las campañas formales, el candidato sin partido no tiene en su campaña la apuesta final de la gran mayoría de los grupos que se federan en el PRI. Ninguno irá a la muerte política por alguien que les es ajeno.

Se ha vuelto, realmente, un candidato sin partido.

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