Los ciegos

Pasamos a prisa por las calles, dejamos de mirar embebidos en las épocas, en la tecnología, en el tiempo que siempre es el conejo de Alicia.

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Pasamos a prisa por las calles, dejamos de mirar embebidos en las épocas, en la tecnología, en el tiempo que siempre es el conejo de Alicia. Andamos sin detenernos porque nos urge llegar y quizá esa prisa es la que nos impide mirar. Leí que todos vemos lo mismo todos los días, pero de pronto una imagen se bota del paisaje, no encaja; seguimos de largo, ciegos de sensibilidad, incapaces de mirarla. Pero quienes siempre deben detenerse a mirar son los artistas, pues a nosotros nos toca ser el enlace entre la sociedad y la realidad. En este país es difícil detenerse cada que una imagen se bota del paisaje; no llegaríamos a ningún lugar, pues siempre hay imágenes que nos hablan de la impunidad, la injusticia, el olvido. Una sola es el gran detonante de muchas interrogantes y para los que escribimos, puede ser la fuente de muchas historias.

Ahora invade las redes una mujer con su niño muerto en brazos. El niño va envuelto en una bolsa de plástico. La tristeza infinita se refleja en el rostro seco de la madre: ni una lágrima, sólo dolor silencioso. Nadie había notado que se trataba de un niño muerto, hasta que alguien toma unas fotografías y la policía se acerca para constatar que el niño murió por causas naturales y que la pobreza extrema de la madre no permitió transportarlo debidamente. Recuerdo a un maestro de teatro cuya madre vivió una historia parecida, sólo que su bebé era más pequeño, fingió que el bebé dormía, se lo pegó en el pecho y se trasladó con él sin llorar para que nadie se diera cuenta. A mi madre le sucedió algo similar con su primogénita, el médico de la Cruz Roja le dijo: “Ya no hay nada qué hacer, envuélvela en esa sábana y te la llevas. No vayas a llorar para que nadie se dé cuenta”. Rememora esa historia y dice que abrazó a la niña y regresó a casa, el taxista no le cobró y ella sólo pudo llorar al entrar a la casa. ¿Cuántas veces nos cruzamos con la desolación en el camino y no somos capaces de verla? O quizá, como nos enseñaron, volteamos la cara como si con ello las cosas se arreglaran. Aún pesan en mi mente los suicidios infantiles en el Estado y las pocas iniciativas para contrarrestar esta problemática. Confío en que cada vez seremos menos ciegos y sabremos mirar al mundo herido para irnos sanando en un abrazo colectivo. Que la muerte no se cobre más en nuestros niños, que los veamos crecer y alimentar el mundo con su alegría.

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