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En estos días reina un aire de agradecimiento, de celebrar a esa figura paterna que tanto amor y fortaleza puede brindar a un ser humano. Mucho se ha dicho del amor paternal, de la necesidad de tener “esa figura” que guíe nuestros pasos y que forme nuestras almas en el camino del trabajo, la valentía y el deber ser. Admitamos, querido lector, que desde la particularidad de nuestras experiencias sabemos que ser padre conlleva muchísimo más que eso. Como tantas cosas en la vida, el asunto se trata de perspectivas; y encontramos que la paternidad se pinta de colores por demás cambiantes. Los colores más hermosos.

Esta semana nos toca una lectura que en pocas páginas engloba ese instinto paterno que no es romantizado dentro de los ideales emocionales donde todo es armonía, sino que presenta una faceta que pudiera causar pesar en el alma o tristeza en los ojos. ¿El otro lado de la paternidad?

El cuento que corresponde a esta semana es de Juan Rulfo y se titula “No oyes ladrar a los perros”. En una primera escena, leemos el diálogo de dos personas, Ignacio y su padre. En un acto doloroso, el hombre lleva a su hijo sobre la espalda y juntos buscan señales que les refieran haber encontrado el pueblo de Tonaya donde buscarían a un doctor que pueda curar a Ignacio.

De pronto el tono cambia, los reclamos del padre dominan la historia y nos enteramos de que no solamente carga con el cuerpo de un hijo bandido y herido por sus propias acciones, sino que también carga con la culpa ajena de quien se desvió del camino.

El padre reprocha fuertemente y recuerda la promesa hecha a una madre fallecida, pero en ningún momento suelta a su hijo aun cuando éste suplica que lo deje descansar, que lo deje morir. Es como quien regaña, pero al mismo tiempo perdona. Para el papá de Ignacio, llegar al pueblo significó un cumplimiento que no responde al entendimiento ni a la justicia, sino a ese amor ilimitado e instintivo.

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