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Cuando se escucha la reacción mediática del candidato del PAN, Ricardo Anaya, sobre la filtración de un video donde uno de los Barreiro confiesa la relación delictiva que establecieron con él para lavar dinero, entre otras trasgresiones legales, con el objetivo de financiar su campaña, uno no puede menos que reconocer que eso de mentir se le da, ¡y muy bien!

Porque si uno no contara con los antecedentes del panista, sobre su carrera política: la manera como escaló posiciones en el PAN hasta detentar su presidencia y la forma para imponerle su candidatura a su propia organización, evadiendo someterse al escrutinio de la militancia, en una de esas queda convencido de que el del blanquiazul es una blanca palomita y lo compra.

Otra cosa que se le da bien es aquello de copiarle a los grandes para sacar provecho personal, como hizo con Fox para imponer su candidatura, así como victimizarse para ganar popularidad como López Obrador; sólo que el primero lo hizo siguiendo la reglas internas y el desafuero fallido del ex perredista obedeció a una maniobra artificial. Lo malo es que, a pesar de sus preciados talentos, Anaya resulta incapaz de adecuarse a las nuevas circunstancias y se le nota lo fingido.

Como cuando se convirtió en el principal operador de la oposición para aprobar las reformas estratégicas de Peña Nieto, donde, para convencer a sus correligionarios, inventó la asignación directa presupuestal a los legisladores, de donde surgieron los “moches”. Y cuando dio su plácet al gasolinazo, inscrito en la reforma energética. Cosas que hoy niega rotunda y absolutamente. Lo dicho: tiene una capacidad extraordinaria para mentir.

No obstante, a pesar de constituirse en un excelente operador, está claro que le da pánico tener que tomar decisiones. Quizá por ello le cuesta mucho trabajo modificar el script, la estrategia, y prefiere seguir por la misma senda, inflexible, hasta el final. O es propenso a recurrir a sus asesores que, como Castañeda, no siempre tienen los mismos intereses y a veces contribuyen a descarrilarlo.

Porque Ricardo Anaya ha llevado a su máxima expresión la vieja conseja de que la mejor política es la del engaño, pero no fue advertido que de la misma manera en que para ganar una batalla a veces se requiere engañar al enemigo, para consolidar el triunfo es preciso establecer alianzas y construir lealtades a las ideas, a los valores y a las personas.

Y en su meteórico ascenso, el “Joven Maravilla” se la ha pasado de traición en traición hasta quedar vacío de ideas, carente de valores y ayuno de colaboradores leales.

Su lema parece ser aquel que decíamos de niños: lo malo no es mentir, lo malo es que te descubran. Y Anaya, en múltiples ocasiones, ha quedado expuesto.

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