La historia de Valeria

Llamémosla Valeria. Valeria vio la luz en un pequeño rancho hace ya más de 25 años.

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Llamémosla Valeria. Valeria vio la luz en un pequeño rancho hace ya más de 25 años; su casa se encontraba rodeada del campo y los animales de la granja, a tan sólo 30 minutos de la capital de uno de los estados que tiene un país tan extenso como México; la infancia se le fue entre la escuela, los cerdos, las gallinas, alguna que otra ardilla y el trinar de los pájaros por las mañanas; en medio de tardes arreboladas y espectaculares soles ponientes se fue asomando tímidamente a la vida, en un abrir y cerrar de ojos se iba convirtiendo en una señorita cuando el infortunio tocó a la puerta de su vida.

Valeria tenía un hermano dos años mayor que ella y dos hermanos menores. En algún momento de sus días entre los trece y catorce años el mundo se le vendría abajo, víctima de una violencia y un abuso que más de diez años después no alcanza a entender. Una tarde cualquiera, de un día tan común como miles que había vivido, la esperanza, la paz y el alma entera le serían arrebatadas.

En medio de una casa silenciosa y abandonada, sin ningún testigo o un buen samaritano que la apartara del dolor, su hermano mayor entró como despreocupadamente a su habitación; sentada en su cama mientras leía una revista cualquiera sintió a su hermano sentarse junto a ella, se percató cómo el brazo de su hermano la rodeaba por la espalda y casi con naturalidad giró su cabeza para verlo y pudo vislumbrar en sus ojos algo que nunca había visto, una mirada hueca, la mirada de un extraño y al mismo tiempo unos ojos plagados de agitación que la recorrían como si nunca la hubieran visto.

Una sensación de malestar la llevó a intentar retirarse; mientras una mano la sujetaba fuertemente por la cintura y no la dejaba ir, la otra se deslizaba a su incipiente seno como una serpiente tras un conejo asustado; temblando luchaba por alejarse de esos brazos y de sus labios sólo salían las mismas palabras: ¡No!, ¡No!, ¡No! Mientras su blusa se rasgaba, podía sentir cómo una respiración agitada se acercaba a su cuello; forcejeó, pataleó y hasta insultó, pero todo fue inútil: la serpiente había tomado a su presa y no la dejaría escapar.

La humillación recorría sus carnes, algo como el bramido de un cerdo al ser degollado se escondía en sus oídos, el aliento fétido de un cadáver le ahogaba, las lágrimas se asomaron a sus ojos, mientras las manos purulentas de un leproso se aferraban a sus nalgas y profanaban su vientre; sometida por una furia animal, sintió cómo la más abyecta malignidad del corazón de Satán se perdía entre sus piernas; un profundo asco se removía en su interior, su boca se llenaba del sabor de un ácido vómito que envolvía todo su ser, mientras intentaba inútilmente alejar a su victimario.

Una vez cobrada la vida de su víctima, el cazador se alejó tambaleándose de ella, como cualquier borracho de cantina después de haberse deshecho de sus fluidos corporales en un retrete. Envuelta en llanto, asco y jirones de ropa, Valeria permanecía sollozando sin lograr entender qué había pasado y mucho menos sin entender el porqué.

Más de diez años después, ni sus padres, ni sus otros hermanos saben nada aún; algo en la profundidad de su mente y corazón dejó sus labios muertos; casi nadie se ha enterado de que Valeria es una mujer que lleva encerrado en su interior el cadáver de la niña que dejó de ser una tarde como muchas otras.

Diez años, dos psicólogos y dos psiquiatras después no han podido liberar la lengua de Valeria; sigue muda y silenciosa como una tumba, como la tumba en la que su hermano convirtió su vida. Arrastrándose por los años de su vida, existiendo sin esperanza, sobreviviendo más que viviendo, así consume todas sus horas. Hace unas semanas se tomó todos los calmantes que encontró en su casa, para tratar de acallar esa tormenta que la devora por dentro; la tormenta no se ha calmado y la vida aún no la abandona.

En su libro “El hombre en busca de sentido”, Viktor Frankl aseguraba que la medida de la felicidad del ser humano está colmada al poder darle sentido a su vida. Si nos podemos responder ¿quién soy? y ¿para qué vivo? podremos encontrar el camino a una vida satisfactoria. Valeria no ha podido encontrar esas respuestas, su hermano se las ha robado.

Poder ver, sentir y sufrir una y otra vez exactamente lo que Valeria vivió será seguramente el destino eterno de aquel que una tarde le robó la esperanza y la condenó a la muerte en vida.

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