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La conmemoración de los fieles difuntos en México es por excelencia la fiesta de otoño que antecede a dos grandes celebraciones de invierno: la de la Virgen de Guadalupe y la de la Navidad. Celebración que con el paso del tiempo se ha convertido en días de verdadera festividad colectiva, llena de animación y alegría, y en la que la comida es parte esencial.

La comida, que se elabora con tanta acuciosidad, tiene un valor especial para los mayas yucatecos, pues se asocia a la manutención de la vida y justamente se celebra a la muerte afirmando la vida con sus aspectos primarios. Además, la comida no es solo para los vivos, lo primordial es que se comparte con los difuntos y ellos sí responden a la ofrenda, pues vienen a llevarse la esencia de ella, a “tomar la gracia”.

Recordar, ofrendar y alimentar a los difuntos era una costumbre de los antiguos pobladores de Mesoamérica. En el México del siglo XIX esta costumbre seguía muy arraigada, pero mantenida especialmente por los indígenas y en menor medida por los mestizos. Las clases altas la veían con malos ojos, se limitaban a visitar los panteones bien vestidos, llevaban coronas, flores, cirios, pero no convivían con sus muertos todo el día en torno a las tumbas. Es a inicios del siglo XX que esta costumbre se va revalorizando entre los distintos grupos sociales.

Aunque hay distintas variantes, dependiendo de la región del país y de las posibilidades de cada familia, puede decirse que existen dos tipos de ofrendas: la que se coloca sobre la sepultura y la que se ofrece en las casas.

En la península yucateca es en las casas donde se improvisa un altar con agua, velas, flores y santos para colocar comidas, bebidas, panes y dulces que el difunto apetecía y disfrutaba en vida, pero nunca sobre las tumbas.

El cuidado con que los yucatecos respetan las recetas originales en los días de los finados da cuenta de la importancia que se concede a la comida, en la que incluso su preparación en familia se convierte en parte del ritual.

Una característica de esta celebración ha sido el exceso en el comer y el beber, pero no debe verse como un mero acto de glotonería, sino enmarcado dentro de la fiesta popular, en donde adquiere un estatus de comida ritual, y no de gula. El filósofo J. Pieper, en su libro Religiosidad popular, dice que “celebrar una fiesta es un acto de afirmación del mundo y de la vida, es un asentimiento a esa realidad mundana, hecho de manera extraordinaria”.

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