'Invitados por Cristo, a la libertad en el amor'

XXII Domingo Ordinario. Dt 4, 1-2. 6-8; Salmo 14, Sant 1, 17-27. S Mc 7, 1-8.14-15, 21-23

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El pueblo judío nació del regalo de la Ley que le fue otorgado por Dios a través de Moisés.
Como sabemos, el grupo de personas que salió de Egipto y fue llevado por Dios hacia la libertad, se constituye realmente en Pueblo cuando recibe los Diez Mandamientos, que expresan el modo en el que el hombre se debe relacionar con Dios y con los demás miembros de la comunidad.

Sin la Ley de Dios era un conjunto de gente que huía de Egipto. Habiendo recibido la Ley, eran un pueblo lleno de esperanza peregrinando hacia la salvación prometida.

La Ley ha sido para ellos una seguridad, una certeza, una protección y un orgullo, muy legitimo.

I.- La fatiga de vivir en la libertad

Muchos siglos después, Jesús encuentra  que gran número de judíos habían cambiado la Ley por normas, tradiciones y preceptos, porque regir la vida a través de ellos resulta más sencillo; ya que siempre es más fácil conducir con la obligatoriedad, que por la convicción.

Es más fácil que los hijos crezcan con un esquema pre-establecido, que permitirles que progresen expresándose de manera original y responsable.

Cuando crece un joven o un hijo, tener normas fijas simplifica el reto de la educación, no tenerlas significa el reto cotidiano de adecuarse y adaptarse, haciendo uso de grande humildad y creatividad.

El descanso del sábado era muy justo, y muy bíblico, pero se habían hecho una pesada carga las normas que se le añadieron.

La primera lectura nos muestra la superioridad de la Ley de Dios, por encima de la sabiduría humana.

La Ley de Dios, dada a Israel es inmutable y trasciende y traspasa los siglos, porque depende de la vitalidad eterna del Legislador supremo.

Lo que sí queda claro, es que es más justa que las otras legislaciones humanas, y que el pueblo que vive conforme a ella es más “sabio y civil” ya que la civilización fundada sobre la Ley de Dios, es una sabiduría del corazón de la obediencia a Él.

La configuración de Israel como pueblo es una realidad querida por Dios fundada en la Ley, y no una cultura puramente humana, sino la sabiduría del corazón que surge de la obediencia a Dios.

II.- Jesús: un hombre libre

Jesús, viene y se hace presente, para liberar de esos vínculos y ataduras que hacen de la vida un absurdo:
Caminaba más de lo permitido, sanaba en sábado, y hacia que un enfermo ya curado cargara su camilla, cuando estaba prohibido.

Rompe con aquello que no es Palabra de Dios, sino tradiciones creadas por las personas.

La Ley recibida por los hebreos en el desierto, estaba en función de conducir a un pueblo hacia su libertad, pues es el servicio que ésta siempre debe prestar, favorecer la convivencia armónica para facilitar la consecución de las metas como pueblo.

La Ley debe servir a la persona como maestra, conductora, guía. No hacer que la persona se sienta oprimida, cargando pesos insoportables, que conduce a las personas a rechazarla, menospreciarla o negarla.

Así con ese criterio opresivo y manipulador, Jesús el Mesías fue condenado “justamente”, enviado a la muerte según la Ley de Moisés: “Nosotros tenemos una Ley según la cual debe morir, pues se ha proclamado Hijo de Dios!” (S. Jn 19, ).

Su Palabra debe ser sembrada en nuestro corazón, y no recibida como un mandato, debe de ser acogida, meditada, asimilada, debe caer en buena tierra para que germine, florezca y fructifique en frutos de buenas obras. (Sant 1, 22).

Jesús en nuestro corazón deberá ser realización y cumplimiento de la Ley, pero una ley de amor, que libera, hace crecer, madura armónicamente a la persona, y la integra, para que pueda asumir en plenitud su compromiso social “Tu Palabra Señor es lámpara para mis pasos, y luz en mi camino”. (Sal 119. v. 105)

III.- Servidores de la Palabra

“Observa los mandamientos del Señor para que los pongas en práctica” (Dt 4, 1).

“Sean de los que ponen por obra la palabra, y no se conformen con oírla” (Sant 1, 22).

“Ustedes descuidan el mandamiento de Dios por aferrarse a tradiciones de los hombres” (Mc 7, 8).

Estas tres frases son la síntesis del mensaje de la liturgia de hoy. Tratando de quitar la rotura o fractura entre:

  • La fe y la vida,
  • el cielo y la existencia,
  • la legalidad y la humanidad; pues cuando esto no se une, vienen las perversiones religiosas, el legalismo, fariseísmo, o angelismo. Porque Jesús destruye toda idolatría.

La verdadera religión que está fincada en el amor, se proyecta en el compromiso social “No el que me dice Señor, Señor, entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre” (Mt 7, 21).

Y en otra respuesta de Jesús: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen” (Lc 8, 21)

En contra de todos los abusos o manipulaciones, el cristianismo propone: “un culto espiritual y un sacrificio vivo” (Rm 12, 1)  y como nos recomienda la Carta a los Hebreos: “No se olviden de compartir y hacer el bien, pues tales sacrificios son los que agradan a Dios” (Hb 13, 16).

En contra del obsesivo legalismo de ritos externos, necesitamos analizar nuestro corazón, término bíblico para decir que debemos analizar nuestra conciencia que es donde se anidan las actitudes fundamentales, los principios y valores que fraguan nuestras decisiones.

En la Epístola a los Gálatas, Pablo nos orienta acerca de lo que no agrada a Dios: “fornicación, impurezas y desvergüenzas culto de los ídolos y hechicería, odios, ira y violencias; celos, furores, ambiciones, divisiones, sectarismo, envidias, borracheras, orgías y cosas semejantes. Lo he dicho y lo repito, que los que hacen tales cosas, no heredarán el Reino de Dios” (Gal. 5, 19).

Y aquí el Evangelio nos ofrece otra lista que clarifica nuestra conciencia: “La inmoralidad sexual, robos, asesinatos, infidelidad matrimonial, codicia, maldad, vida viciosa, envidia, injuria, orgullo y falta de sentido moral” (Mc 7, 21).

Conclusiones 
  1. Todos tenemos tentaciones de hacer el mal, que van dificultando, deteniendo y deteriorando nuestro compromiso a favor del bien, para entrar en las ambigüedades tan propias de la vida actual.
  2. Debemos decidirnos a luchar contra: la palabra que hiere, la que es despectiva, la que crea división, la que acusa sin pruebas, la que engendra el “chisme”, la que omite datos, a que falsea elementos.
  3. No podemos colaborar en la siembra sistemática del odio. Que es lo más contrario al evangelio.
  4. Se pregunta uno: en un corazón que siembra odio y división, ¿dónde queda el espacio para Cristo?
  5. No podemos decir “verdades a medias”, “insinuaciones veladas”, “deterioro de la fama de otra persona”, “sistemáticas frases despectivas”, “comparaciones ominosas”, “desprecio sutil”, y tantas formas veladas de destruir a las personas. Todo esto va contra el evangelio de Jesucristo. 
  6. Cristo hoy nos pide un examen serio de conciencia: ¿Siembro odio o siembro amor, reconciliación y perdón?
  7. Si siembro el odio sistemáticamente, no puedo recibir la Eucaristía, porque estaría menospreciando el Sacramento del perdón, que comporta una seria y sincera actitud de conversión; en este caso, conversión quiere decir, dejar mi actitud promotora del odio y cambiarla por la de sembrador de amor y reconciliación. Solo así me dispongo adecuadamente para que la absolución sea eficaz y, en consecuencia, esté en condiciones de recibir el Cuerpo del Señor, fuente de comunión entre los hermanos.
  8. Los Sacramentos no pueden ser tranquilizantes de una conciencia deformada.

Pidamos al Espíritu que fecunde nuestros corazones con el amor, la reconciliación y el perdón, signos de su presencia, para que así podamos decir con el Apóstol Santiago: “yo te mostraré mi fe a través de las obras” (Sant 2, 18).

Cumplamos la indicación de María:

“Hagan lo que Él les diga” (S. Jn 2, 5) Amén.

Mérida, Yuc., 30 de agosto de 2015.

† Emilio Carlos Berlie Belaunzarán
  Arzobispo Emérito de Yucatán

 

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