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Aun sonando a paradoja, lo único constante en esta vida es el cambio: lo que hoy es mañana puede muy bien no ser más; es en medio de esta vorágine de cambios donde se desarrolla la fragilidad de la vida humana: hoy eres un recién nacido y en apenas un parpadeo de eternidad estás ya en la escuela secundaria; hoy tienes abuelos y mañana resulta que ya se han ido, hoy tienes un romance adolescente y mañana te sorprendes a ti mismo llevando a tus hijos al colegio. Es así como transcurre la existencia humana.

Y aunque a veces percibamos esta vida como una veloz saeta lanzada hacia el blanco final, es indudable que aún para el ser humano más adaptable y acostumbrado a los cambios la deslumbrante velocidad con la que algunos llegan a nuestra vida enceguece a cualquiera. Un día llegas a trabajar a la oficina y al salir ya eres desempleado; hoy una madre de familia va a comprar al supermercado y su corazón decide dejar de latir justo al salir de él. Puedes estar sumido en el desamor más grande cuando al dar la vuelta a una esquina encuentras al amor de tu vida cara a cara, ir melancólico hacia la escuela cuando una maravillosa melodía revitaliza tu día.

Con cada bocanada de aire que llega a tus pulmones tu mundo cambia, evoluciona, se detiene o se acelera, lo inesperado, lo imprevisto es la moneda con la que se compra cada uno de nuestros días, el precio infinito de cada uno de nuestros instantes; la gloria o la desdicha pueden estar a un centímetro o a un segundo de nuestra piel.

Pocas cosas tan falsas he oído como el famoso “cada uno es el arquitecto de su propio destino”; si eso fuera cierto no habría en estos instantes jóvenes madres falleciendo al dar a luz y mi sobrina de cuatro años no hubiera muerto de leucemia. He conocido a vitales y esplendorosos universitarios, entregados, sensibles y trabajadores, y he visto su vida terminar a manos de un borracho al volante. Desgraciadamente he hallado ancianos hombres y mujeres dolorosamente solos y abandonados a pesar de haber entregado sangre, sudor y lágrimas por el bien de unos hijos que hoy ni siquiera los recuerdan.
No es verdad que nosotros fabriquemos nuestro propio destino, no podemos construirlo porque en un mundo imprevisible e imperfecto el trabajo, el amor y la perseverancia no garantizarán tu futuro; sin embargo, estos mismos atributos sí que definirán cómo vivirás. Lo que sí podemos hacer es elegir cómo encararemos esta vida, cómo decidiremos vivirla; podemos hacerlo rodeados de angustia, temor, miedos e inseguridades o enfrentar el camino alegres, vitales, esperanzados y poniéndole alma a cada minuto que tengamos la suerte de que nuestro corazón palpite.

La vida, la realidad, toda nuestra existencia, cambian y se modifican a cada segundo; como aseguraba Heráclito, no existe nada en la realidad que sea siempre igual, porque lo único real es el cambio y sobre las turbulencias de los cambios vamos construyendo día a día nuestra historia.

En un instante la vida puede llevarnos a la dicha infinita, para inmediatamente después sumergirnos en el pozo más profundo del dolor y luego de la manera más inesperada elevarnos a la gloria. Lo que cada viajante por el río de esta vida tiene ante sí nadie puede saberlo.

A todos nos toca vivir siempre lo inesperado, lo sorpresivo; sin embargo, a pesar de que la vida esté colmada de este tipo de instantes tan contrastantes, los seres humanos tenemos un poder de eternidad que muchas veces no alcanzamos a comprender cabalmente; somos los poseedores de una eternidad contenida en nuestras manos, nuestra voluntad y decisión; la ponemos en marcha cuando decidimos hacia dónde dirigimos la visión de nuestra vida.

Podemos atesorar la mirada de una hija nuestra instantes antes de dormirse y volverla eternidad, perdernos para siempre en el brillo de sus ojos y llevar ese instante en el corazón absolutamente todos los días de nuestra vida o podemos volver eternidad los últimos instantes de un padre agonizante; no es olvidar a nuestro padre, eso no sería digno de un buen hijo, es solo recordarlo en todo el esplendor de su amor y generosidad.

Somos poseedores de la eternidad al decidir qué inmortalizamos en nuestro corazón, qué instantes de la vida son nuestro tesoro, a cuáles decidimos elevar a la eternidad.

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