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Las personas solemos hacer asociaciones directas de nuestro pasado con el presente. Algunos dicen que para avanzar es necesario enterrar lo que hemos vivido y no depender de ello. Incluso se suele pensar que las situaciones negativas que ahora nos impactan son siempre consecuencia de nuestras malas acciones del ayer.

La gente se empeña en calcular y determinar su vitalidad a través del tiempo, y asegura que después de cierta edad la vida tiende a detenerse, incluso si seguimos en este mundo. Nuestra obsesión por el tiempo se encarga de amarrar deseos, pensamientos y sensaciones.

Nos conformamos con ser una historia contada con reloj en mano: Uno siente que el mundo ya se acaba/ porque cuanto termina es su vida/ su pobre vida tan independiente de él/ empezó cuando ella misma quiso/ y concluirá nadie sabe dónde ni cuándo ni de qué manera(*).

Si nuestra vida resulta independiente de nosotros, tanto que escoge por ella misma las horas exactas para crear y extinguirse, ¿por qué las personas debemos estar atadas al tiempo?

El tiempo es solamente una manera de medir nuestro camino. No determina la fuerza del espíritu ni tampoco remedia los males. El tiempo avanza independiente de lo que fuimos y lo que somos, no condiciona el futuro ni sana las heridas como mucha gente piensa: Morimos con las épocas que se extinguen/ inventamos edenes que no existieron/ tratamos de explicarnos el gran enigma/ de estar aquí un solo largo instante/ entre el porvenir y el pasado(**).

Y tanto en los días más tristes como en los más felices nuestro pasado siempre regresa al presente. Es parte de nosotros aunque en ocasiones intentemos deshacernos de él. Somos todo aquello que recordamos. Somos nuestros errores y aciertos. Somos todo aquello que en el ayer vivimos con mucha emoción, y que nos recuerda que siempre hay una razón para esperar el futuro.

*) Épocas, poema de José Emilio Pacheco
**) Idem

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