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En 2004, Mel Gibson presentó su película “La pasión de Cristo”; después que el aluvión de comentarios había cesado, la vi y no me gustó. Algunos acusaron a Gibson de reducir la historia de Cristo a un filme gore, expresión del cine basada en la violencia explícita, excesivamente centrada en el sufrimiento y la muerte.

Con apenas una escena de unos segundos dedicada a la Resurrección, Gibson parece resaltar que lo importante del hecho fue el sacrifico, el sufrimiento y la muerte; no creo que le haya dado el peso justo a aquello que decía San Pablo: “Si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe”.

Por estos días se ha estrenado otra película “Hijo de Dios” que al menos presenta un mejor balance entre los momentos del sufrimiento y la muerte y los de la Resurrección y la Gloria.

Sin pretender hacer un análisis cinematográfico, puedo decir que me resultó muy agradable un Jesús sonriente a través de casi toda la película; en otras versiones la seriedad de los actores había retirado de Jesús aquello que Martín Descalzo llamaba “el sacramento de la sonrisa”. La película se toma libertades en el desarrollo de la historia, presentando escenas que no se encuentran relatadas en la Biblia, pero retrata un Jesucristo mucho más humano.

Se ha escuchado mucho que Jesucristo era verdadero Dios y verdadero hombre, pero en no pocas ocasiones su presentación a través de películas o libros lo ha hecho parecer un Dios con apenas una envoltura de carne. Espero no ofender sensibilidades, pero lo han mostrado como una especie de Terminator o Cyborg divino en el que su verdadera esencia de Dios se encuentra ligeramente camuflada por un cuerpo que apenas es su carta de presentación entre los humanos para no impactarlos tanto.

Era tan humano que, volcando las mesas de los cambistas, manifestó su enojo ante el comercio que se realizaba en la casa de oración de su Padre, ese mismo comercio que muchas veces realizamos al tratar de “portarnos bien” a cambio de que nos garanticen “un cielo”, como si creer en él y seguirlo fuera un negocio en el que llevo un tipo de vida sólo por el premio prometido; bastante pálida y triste forma de “ser cristiano”.

No siempre queremos aceptar que reía y seguramente mucho, tenía amigos y su cuerpo como el nuestro sentía los rigores de la realidad, del frío, del hambre, del sueño; que ese cuerpo suyo recibió las alabanzas el Domingo de Ramos y los azotes de la crucifixión; que era tan humano que sufrió en Getsemaní algo que médicamente se llama hematoidrosis y que no es otra cosa que sudar sangre debido a una enorme ansiedad, angustia y estrés ante el conocimiento claro de lo que le esperaba; que siendo tan humano pidió: “Si es posible aparta de mi este cáliz” y que por Amor a aquellos que lo torturaban inclinó la cabeza y agregó: “Pero no se haga mi voluntad sino la tuya”.

Igual que muchos de nosotros, recibió halagos y fue saludado con palmas para luego ser condenado por los mismos que lo aplaudieron, padeció el abandono y la soledad, ya que ninguno de sus discípulos, incluido Pedro, se atrevió a cruzar con él ese campo de sufrimiento y es en medio de la condena, el dolor y el abandono que entrega su vida transformada en el más grande regalo, el Amor, ese Amor que procuró Dios a todos los seres humanos, hasta esos mismos que lo estaban asesinando.

Pero no es en su muerte en donde todo se acaba, es más bien en su muerte donde todo se inicia, porque ese es el precio de la salvación, salvación que se vuelve plena en la Gloria de la Resurrección, cuando envía a los discípulos a predicar el evangelio del Amor, cuando, vencida la muerte, vencido el pecado y vencido el sufrimiento, llega la buena nueva a los hombres: el Creador del Amor entregando a su propio hijo ha salvado a la humanidad.

Sí, a esa humanidad llena de seres falibles, imperfectos, indignos, en no pocas ocasiones crueles, pero también compuestos de esperanza, amor y piedad, que hechos a imagen y semejanza del creador, llevan en ellos el soplo divino del Amor de Dios. Feliz semana del Amor. Felices Pascuas de Resurrección.

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