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Las terapias emocionales siempre resultan una empresa de ansiedad. Y es que la pulsión por describirse a través del pasado, de lo que se ha sentido y de cómo ha afectado a lo que nos mueve por dentro, es siempre una tarea que agota. Después duermo bien, siempre pasa. No sé en qué palabras se descarga el cuerpo o en qué vocales se acentúa lo que duele ni dónde se lleva el peso, pero hay liberación.

Me detengo en los cuadros del consultorio. Los miro y como niña pequeña quisiera señalarlos con el índice para poder decir “me siento así” y ahorrarme tres enunciados perdidos en un intento por parecer elocuente. Sería más fácil tomar esas nubes obscuras y ponerles mi nombre y que el cielo gris adopte mi apellido; una unión perfecta para poder decir que si bien no llueve aún, la tormenta está cerca.

La salida a la última sesión fue diferente. Debía ir a un centro y presentarme con un médico desconocido que pondría en hojas el fármaco que requería para evitar esos episodios en los cuales mantener los ojos abiertos suponía utilizar toda la fuerza destinada a un solo día. No me agradó. Algo en su aire confianzudo hizo que me cerrara en el mundo monosilábico al mismo tiempo que despertó el movimiento constante de mi pierna derecha; estaba nerviosa. Por suerte, emití una incomodidad eficaz para que no se entablara diálogo alguno y el protocolo más seco reinara.

Al salir respiré profundo y luego suspiré de alivio. Eran las siete de la tarde, mi hora predilecta. Lo que los demás encuentran en un once-once, yo lo tengo a las siete con cualquier minuto entre uno y cincuenta y nueve. Encontrar esa hora en el reloj fue como regresar a mis pensamientos seguros. No necesitaba más que cruzar la avenida, detenerme entre los árboles, buscar los tonos naranjas del cielo, suspirar, y apropiarme de una melancolía que no me pertenece porque soy incapaz de describirla. Luego estaría cerca de casa.

Me detuve en el camellón y por el perfil derecho, incluso antes de mirar si era seguro cruzar la calle, una niña pasó corriendo en medio de los carriles. La velocidad era imprudente y sus piernas parecían descomponerse ante la urgencia por llegar a ninguna parte. Detrás, con paso lento y desesperado, su madre le gritaba que parara. Diría que tenía unos doce años aproximadamente. Seguí a la niña con la cabeza. Se dirigía a una avenida latente entre cuatro cruces. “Mi hija”. Fue lo único que escuché antes de mirar lo que ocurriría. (Continuará)

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