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-Está cerca. Tiene la caja. -Bien

Estaríamos a unos setenta u ochenta metros del cuerpo. El tráfico se había detenido y podían escucharse algunos gritos de horror. Los conductores habían bajado de sus autos y mantenían una distancia prudente del sitio. Un hombre, sollozando por todos los presentes se acercó al cuerpo y colocó una toalla amarilla sobre la parte superior de la niña. Miré a la mujer, como si anticipara por fin una reacción de su parte, pero nada ocurrió.

El hombre, a quien la mujer esperaba, llegó con la caja lista. Era una caja hermosa de color verde olivo. En las orillas tenía flores pequeñas en tonos dorados y en la tapa las iniciales A. M. No era un ataúd, era una caja de madera, rectangular, muy ligera al parecer. Se acercó a nosotras y se dirigió a la mujer, “vamos”, dijo. Cruzaron hacia el cuerpo y con movimientos ágiles lo envolvieron con una sábana color palo de rosa. Intentaron acomodar lo que estaba roto; algunos huesos, la dirección del pie derecho, el tórax y una parte del hombro izquierdo.

No habían pasado más de quince minutos, el tiempo perfecto para tomar lo que era suyo e irse con la tranquilidad de que cualquier tipo de autoridad demoraría más que eso en llegar. Tomaron la caja entre los dos y se dirigieron hacia mí para finalmente tomar camino hacia la avenida por la que la niña había corrido minutos antes. “Gracias”, me dijo la mujer. “Su nombre es Amelia María. Es mejor si te vas”. No respondí. Sentí que mi cuerpo de pronto se convertía en un ser acuoso y que las lágrimas me brotarían por cada uno de los poros de la piel que me conforma. “Es mejor si te vas”, repetí en mi mente. Tomé camino veloz porque yo tampoco quería responder preguntas ni dar testimonios. Quería seguir mi camino y llorar por cada segundo pasado.

La gente alrededor, en una suerte de imitación, siguió su camino al mirar que la madre y el hombre se habían llevado el cuerpo en la caja. Los conductores subieron a sus autos y retomaron sus rutas. En el asfalto solamente quedó la huella de sangre, y una sandalia de Amelia María.

Al irme, tenía muchas imágenes en mente; la que predominaba era la sandalia olvidada. Volví sobre mis pasos y crucé la avenida para llegar al punto del accidente, la sandalia seguía ahí. La tomé en un impulso rápido y regresé a mi camino. No puedo decir por qué lo hice, ni lo que haría con ella. Quizás, como todos los testigos, quise colaborar en el acto del olvido.

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