Actuar sin percatarse

Las redes sociales llegaron para quedarse. El rango de libertad de expresión que permiten es sin duda mucho mayor que cualquiera que se haya vivido antes.

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Las redes sociales llegaron para quedarse. El rango de libertad de expresión que permiten es sin duda mucho mayor que cualquiera que se haya vivido antes. Hablar de la velocidad con que disponemos de información sobre acontecimientos de todo tipo, lo mismo grandes noticias que pequeños chismes, del impacto que tienen en los medios de comunicación tradicionales, o de la ineficacia de la censura es ya un lugar común.

En menor medida también lo es hablar de ellas como de una gigantesca cantina en donde cada borracho dice lo que le place. Me inquieta, sin embargo, que a diferencia de tan edificantes centros, quienes en ellas se expresan no parecen percatarse de que sus opiniones son actos.

Las redes son capaces no solo de permitir esta libertad de expresión casi absoluta, sino de incidir en los acontecimientos del mundo real en forma determinante. A pesar de ello, la generalidad de sus usuarios no parecen identificarse con lo que producen.

Más allá de las dulces fantasías sobre el papel de internet en procesos como la llamada primavera árabe -que resultó mucho más de operativos de insurrección instrumentados, como es habitual, desde el primer mundo para deshacerse de regímenes autoritarios que no les resultaban ya propicios, que de idílicos efectos del uso ciudadano de las redes- vale detenerse a considerar su impacto en la cotidianidad de la vida social.

La libertad total de estos nuevos instrumentos incluye la supresión de las ataduras de la autocontención. A diferencia de cuando alguien se expresa materialmente frente a un grupo de personas, al hacerlo en internet el general de las personas parecieran hablar en la intimidad.

No solo las ofensas directas y la calumnia campan a sus anchas, sino que se expanden por ellas la frivolidad, los prejuicios y las creencias infundadas, cuando no la insidia deliberada. Paradójicamente, los mismos que en ellas se expresan sin pudor suelen encontrar cualquier insensatez dicha por otros como verdad fundada, sea en relación con criterios éticos o con hechos concretos.

El resultado final es, efectivamente, el de bandas de borrachos hablando de cualquier cosa, pero además dispuestos a creer totalmente en los dichos de otros ebrios, con el magnífico resultado de que, finalmente, reciben de otros sus propias frivolidades, que alcanzan así la categoría de verdades probadas.

Es de esta forma que las redes son hoy caldo de cultivo para convicciones que podíamos haber supuesto históricamente superadas, como el racismo, la misoginia, o diversos fanatismos, que crecen sin la menor contención de sus voceros.

Nada permite suponer que esto cambiará a futuro. El problema contemporáneo de quienes así actúan sin límites éticos también llegó para quedarse.

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