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Hace un año que cultivamos la primera flor de ese jardín que con esmero mantenemos abierto a las sílabas que colectamos entre tus calles. ¿Recuerdas la primera huella que sembramos desde la aridez, aquella que con la voluntad de la sed hicimos florecer? En esa época sólo era un hombre con un puñado de palabras en el bolsillo, unos cuantos verbos y apenas una decena de adjetivos pálidos, insuficientes para describir la vitalidad con que forjaron tu corazón combativo en una chispa incendiaria en 1910.

La ciudad nació con el beso que el poeta José Inés Novelo dejó en las rosas que florecen nocturnas, esta noche vallisoletana tiene la textura de los labios de la mujer amada, cuya fragancia reverdece entre tus piedras. Zací ha multiplicado mis palabras con la voz de tus poetas, de la historia escrita en tus edificios.

Aún recuerdo esa primera duermevela producto de las colinas del asombro, de la deslumbrante alma de quienes siembran el día con el frugal ruido del monte, de la imposibilidad de imitar el sonido de los pasos armónicos de tus trabajadores cuando descorren el velo oscuro que la luna no pudo eliminar del asfalto. Sólo así puedes vivir en esta tierra compuesta de la impronta del aletear de los pájaros cuando el sol despunta sobre nuestra taza de café; en medio de ese humo cálido la ciudad emerge con otro rostro, como si la noche la reinventara para mantenernos pasmados al abrir la puerta.

Aquí todo fluye en las corolas de esas rosas invernales que cultivó José Inés Novelo en los jardines de la poesía. Ese tiempo es un murmullo con que tus artesanas bordan tus blancas telas, dejando un fragmento de su vida estampada en el telar de tu memoria o podría ser el sonido incesante de la coa preparando el campo para una nueva cosecha. Sin embargo, la ciudad conserva el sortilegio de los orfebres que sueñan en sus forjas la figura que se esconde detrás de la plata y el oro. Oníricos persiguen los contornos que duermen dentro del metal, porque hasta en el átomo más distante habita tu espíritu vallisoletano.

Aunque con el paso de los días ya no sé dónde terminas y dónde comienzo, la nostalgia empieza a bifurcarse sobre mi taza y quiero sumergirme en ella.

No importa que nos exilie el tiempo hacía otros horizontes o que nuestro jardín sea consumido por el polvo, los vínculos que formamos con la tierra tienen una raíz tan profunda que basta una pequeña roca para mirar la geometría de tus calles, sentir la fragancia matinal de una ciudad que despierta en la eternidad de la memoria de un pueblo que no deja de narrarse en las noches apacibles, en sus barrios y comisarías, en esas voces que componen la evocación de nuestros pueblos. Y si el tiempo decide extinguirse, estoy seguro que seguiremos como un eco obstinado retumbando en los salones de la historia.

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