Artista en casa
Lecturas, columna de Julia Yerves: Artista en casa
Las creaciones vienen de las ideas más improbables, de impulsos inesperados y de conexiones imposibles, pero oportunas. No podría ser de otra forma. Si pensamos en la naturaleza de los pensamientos que corren libres y sin orden por nuestra mente, poco podríamos esperar de una organización deseada.
Sin llamarle inspiración, aludiré a que se trata de una suerte similar a eso. Inspiración aleatoria. Porque no todo lo que llega desencadena en temas agradables, frases hermosas y sintaxis perfecta. A veces lo que llega duele y se traduce más en valor para escribir que en una idea romantizada que va de la mano a lo que los otros esperan de nuestro ingenio y escritura.
En “Artista en casa”, cuento largo de William Faulkner, conocemos la historia de tres agentes móviles que llamaremos personajes principales. Roger, Anne y el poeta (Blair).
Roger y Anne son esposos; él danza entre los escritores reconocidos por los golpes de fama espontánea y ella lo acompaña en su título nobiliario de quien vive de las letras. Su vida es cómoda, la economía no es un problema, y constantemente reciben, como si de un deber se tratara, a una innumerable cantidad de personas que toman por suyo un espacio destinado a la creación. Ellos, como matrimonio, los reciben y acogen esperando nada a cambio. Roger, sumiso y complaciente, no pone reparos en darles todo
Anne, más humana y menos romántica, nota con molestia las visitas que se tornan abuso de hospitalidad.
Un día, los visita un poeta diferente a todos aquellos narradores que solían recibir con re- gularidad. Roger parecía más entusiasta. Le ofrece comidas, una habitación, sus jardines, la libertad para moverse entre los pasillos y hablar con los criados, y pronto; un beso de su mujer.
Anne había odiado al poeta y todo lo que representaba tras años de sumisión hospita- laria; significaba la cúspide de tanto que ya no podía soportar. Con el giro en la relación, Roger queda de lado en un momento clave de su carrera literaria: estaba vacío de letras. Las había perdido tras el último golpe de éxito y talento de años pasados. Entonces observa, calla y escribe.
En el transcurso de los días, Roger tomaba largas pausas de luz natural para crear detalles y ocupaba la máquina incesante por las noches para recabar todo lo que sucedía entre su mujer y el poeta durante la jornada.
Le dolía, por supuesto, pero también sabía lo que le esperaba del otro lado de su humillación: la promesa de un nuevo éxito literario.