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E l cocuyo trae su bálsamo a la copa del árbol, sin el rumor que entonan las campanas. Regresa en el compás que le hacía falta a los pájaros, y sienta sus reales en el dorso de la barda.

Como si fuera el gajo más verde del monte, me aclara la mirada, hace creer que aún es larva y que restan pocas horas para que leve anclas.

Camina al hogar de la paloma, se acicala el copete y comienza a iluminar antes de tener luz en el atisbo. Se acuesta al amanecer, piensa que Nicaragua es la flor rasguñada de Estelí y se arroja sobre el polen de Guatemala.

La aurora de Guantánamo, quizás por ser la primera en asomar sus rayos en Cuba, acos­tumbra redimir la tradición de atrapar cocu­yos y ponerlos patas arriba, exigiéndoles que presagien algo, que anticipen lo que ocurrirá en el día por transcurrir.

Si se incorporan rápido, como por supuesto ocurre, se trata de un augurio cuya gracia re­fresca la posibilidad de amor, pero acto seguido el animalito muere.

Sin embargo, en este lugar donde rige la ciu­dadanía del café, se mantiene viva la rutina de asediarlos la noche entera, aunque lentamente el alumbrado público obliga a localizarlos en lugares apartados, o en la copa de los árboles donde instalan su bálsamo.

Por lo que a nosotros toca, el asunto era un tanto semejante, porque después de capturar y reunir numerosos insectos encendidos, los metíamos en unos pomos de vidrio y salíamos a recorrer la obscuridad del barrio.

En estos recorridos, jamás tropezamos o nos golpeamos con algo, pues el curioso quinqué ideado por el ingenio de los niños guiaba cabalmente el camino de regreso a casa.

Era como si tuviéramos la mejor linterna, pero sin depender de otra energía que no fuera la voluntad de atrapar cocuyos en los montes colindantes.

Con el paso de los años, a aquellos terre­nos repletos de plantas y henequenales los fueron habitando y se construyeron casas sin preocuparse por la frescura que albergaban.

 En consecuencia, los cocuyos se han vuelto excepcionales, por lo que si se presentan con su pomada radiante sobrevolando mi patio, sin el rumor de las campanas y en el compás que olvidaron los pájaros, sencillamente festejo su llegada, como ocurrió la otra noche camino a Zací, donde un amigo descubrió nuevas luces en sus vocablos.

Pero duele saber que la infancia de estos días ya no podrá alumbrar sus caminos con un frasco repleto de cocuyos, ni iluminarán más el camino a casa.

Quizás en eso reside el misterio de la poesía, como la escrita por Rafael Gutiérrez, quien, sin luciérnagas y atravesado por una guerra que desgajó su casa en Guatemala, procura una tregua para hablarme de las ceibas yucatecas que recuerda en todas sus cartas.

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