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Desde hace unos días descubro las ciruelas brotando antes de que caigan las lluvias, con su cáscara tan tenue que apenas cubre el amarillo que tiene la pulpa de esta fruta, llamada así por carecer de una palabra en castellano para designarla.

En lengua maya es abal, pero como el idioma de los colonizadores no registraba ese vegetal, precisaron acudir a una voz en su idioma que, por analogía, sirviera a los fines de un bautizo que cobró carta de naturalidad en el habla de los yucatecos.

Como cada año, espero celebrar la floración de mi árbol de ciruela, porque este suceso en Yucatán servía para anunciar la proximidad de las lluvias, y cuando después de extenuantes días de seca y calor, al fin caiga el primer aguacero, los que saben seguramente explicarán que se trata de la lluvia de las ciruelas, en referencia no solo al advenimiento de los deseadísimos chubascos, sino también a que la monotonía del paisaje reinante desde inicios de marzo dará paso al brillo de esas frutitas que, con su gama de vivos rojos y diversos matices, colgarán de los gajos sin hojas de la arboleda que se hincha orgullosa en los solares.

Sin embargo, debo aclarar que comprendo poco el misterio de las ciruelas, porque, sorteando las peores hostilidades impuestas por la sequía, sin avisar recogen de quién sabe dónde los jugos necesarios para hacer brotar sus frutos, ácidos en extremo cuando verdes, pero de una dulzura celestial cuando maduran.

Algo similar ocurre con las piñuelas -ch´om en lengua maya-, una fruta casi desaparecida del paisaje urbano, pero que en la década de los sesenta se podía localizar en cualquier monte aledaño a Mérida.

La piñuelas, coloreadas con tonos insospechados, mientras más sequedad hubiera más suavidad derivaba de ese néctar agridulce que rodea las semillas aprisionadas en la brevedad de sus carnes.

Ciertamente nuestra ciruela no es ciruela y, para mayor enredo, el famoso abal, incluido el chi’abal, que es la variedad más fina de esta fruta, pertenece a la familia de los mangos, según se desprende de los estudios del doctor Alfredo Barrera Vásquez.

Pero tiene la ventaja de ser nuestra, y al igual que el vino de pantano aceptado por José Martí como signo de identidad latinoamericana, las ciruelas yucatecas nos identifican. Cuando menos así lo siento, sobre todo porque desde niño las saboreo verdes con sus toques de sal y chile, o maduras cuando rebosan de dulzura con sus increíbles jugos.

Si alguien tiene un árbol de ciruelas en el patio de su casa, asegúrese de cuidarlo, pues, como se ve, su posesión, aunque encierra misterios, ofrece ventajas, entre las que figura una primordial: poder calcular la caída de las lluvias.

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