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Alentado por un condiscípulo de secundaria ingresé a Guatemala sin transitar mucho su geografía, ni pedir permiso para atravesar una frontera que el pensamiento juvenil apenas reconoce. Fue suficiente oír su acento y el uso reiterado del pronombre vos, para advertir que su país debía de ser un lugar inesperado, donde se jugaba bien al futbol, que no era sino un deporte más o menos incierto en el medio beisbolero de Yucatán. Un día trajo cinco quetzales a la escuela, y desde entonces me quedó grabada la efigie de esa hermosísima ave surcando los cielos del billete. Luego me encontré de nuevo con el mismo pájaro, sólo que alojado en el centro de una bandera instalada en el recibidor de su casa en Mérida, la adormilada ciudad donde sus padres encontraron el hogar regateado por algún régimen opresor de ese lugar al que pude viajar gracias al amigo, que de tanto referirlo en sus conversaciones resultaba imposible quedarse sin visitarlo, siquiera fuera con la imaginación.

Tuvieron que pasar muchos años antes de que comprendiera que la casa de mi condiscípulo, ubicada enfrente del desaparecido bar La Prosperidad, poseía la sugestiva gracia de ser conservadora de las tradiciones culturales que trajeron consigo, y no declinar a la condición revolucionaria que los expulsó de su entorno. Alejo Carpentier asevera que los inmigrantes tienen esa doble virtud, y consta que esta familia guatemalteca asentada en Yucatán se esforzó por desdoblar ambos planos de la vida, preservando su habla originaria, y tomando parte en actividades afines a sus convicciones políticas en la ciudad de Mérida.

Nunca dejó de sorprenderme, sin embargo, el entusiasmo de este compañero, dueño de habilidades que le permitían enumerar en orden alfabético y sin titubeos el nombre de cada uno de los emperadores de la dinastía azteca, ya que su alegría no se limitaba a narrar historias de Guatemala, que había yo escuchado de un tío materno que por la tardes hablaba de su admiración por Jacobo Árbenz, de la hostilidades imperantes en ese país vecino, desde su caída y aun antes, durante la dictadura de Jorge Ubico.

¿Cómo se podía ser un adolescente brillante en el aula y destacar como deportista, si se le negaba el derecho de estar en su patria, y acosaban a sus padres en cualquier parte? El contraste existente entre sus alegrías e ingenio para poner apodos con la angustia asfixiante del exilio fueron vivencias que compartió con los yucatecos de su generación en el parque de Santa Lucía, que si bien, en la actualidad, como grupo, cuenta con músicos y narradores, acaso algún pintor, careció de poetas salvo el viejo condiscípulo que un día regresó a su queridísima Guatemala para luchar desde el filo de sus versos. Hoy lo recordamos en la figura del quetzal que una vez nos dejó ver en el salón de clases.

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