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Aunque puede aplicarse con diversa gradualidad a los individuos de todos los círculos sociales, se tiene que ser muy ingenuo para esperar que algún político diga la verdad o, si lo prefiere, toda la verdad. Cuando Moisés, por ejemplo, le dijo a su gente que la guiaría a una tierra de leche y miel, si se hubiera enterado de que primero vagarían en condiciones precarias por los desiertos durante 40 años, es probable que nadie lo hubiera seguido.

Y si todos damos licencia para que durante la campaña se digan mentiras de todos los calibres, ¿por qué esperamos que las autoridades pasen luego graciosamente la prueba ácida de la realidad? Son cosas tal vez del “doblepensar” orwelliano.

Eso le pasó a la sociedad inglesa que abrazó alegremente el Brexit y que ha rechazado las 4 ó 5 alternativas presentadas por Theresa May para llevarlo a cabo de manera ordenada.

Es por eso que los políticos de hoy han decidido permanecer en campaña, uno mediante “tuitazos”, otro con sus “mañaneros”, para no tener que rendir cuentas puntuales sobre los resultados de su administración, y parece que un gran sector no los ha dejado de aplaudir. Y lo seguirá haciendo mientras el deterioro económico no lo afecte directamente o, mejor aún, no logre percibir que lo afecta.

El problema es que el orden y el rigor científico no son del gusto de una sociedad como la de hoy, donde la velocidad de los cambios sociales ha quedado muy rezagada en relación con la celeridad a que fluye la información y, estructuralmente, con los generados por la productividad y que no terminan por repercutir en la distribución y el consumo de los bienes en sociedades con asimetrías extremas, cuya comprensión requiere de esfuerzos consistentes de sistematización. Por el contrario, la gente gusta de diagnósticos y de soluciones simples.

De ahí que apoye a políticos como Trump, que supo difundir la idea de que todos los problemas norteamericanos derivan de la migración y del “injusto” comercio internacional, y AMLO, que atribuyó todos los males de México a la corrupción.

Y que evidentemente el tiempo se encargaría de desmentirlos. Bueno, el tiempo y las leyes económicas. Y lo hacen porque el límite de la política es la economía, como descubrieron Maquiavelo, precariamente, y, rigurosamente, Carlos Marx.

Porque o bien sus recetas son inaplicables, como la solución trumpiana de cerrar totalmente su frontera sur, o no resultan eficaces, como la morenista de acabar por decreto con la corrupción. De la misma manera en que los norteamericanos seguirán pensando que la construcción de su muro solucionaría sus problemas personales, los mexicanos seguiremos soñando con un crecimiento económico del 4% anual, que este año no llegará ni a la mitad.

Pero no se preocupen, ambos encontrarán cómo ajustar la realidad buscando culpables: unos, los demócratas; otros, los fifís.

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