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Vivamos con alegría e intensidad, renovados y unidos en familia, los últimos momentos de esta Semana Santa

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Quienes profesamos la religión católica recordamos ayer uno de los momentos más importantes de nuestra historia, que es la historia de nuestra salvación. Y el símbolo máximo de esta pascua es, sin duda, la cruz, una cruz que tiene para nosotros un significado doble y aparentemente contradictorio, ya que es a la vez muerte y resurrección.

Pero no se usan estas palabras solamente como una figura literaria y retórica para entender mejor un concepto que se quiere transmitir, lo que convertiría dicha expresión en un oxímoron, sino que parece más una antinomia o una paradoja, que se presenta cuando la razón rebasa a la experiencia posible y entonces se vuelve trascendente.

Muerte y resurrección coexisten verdaderamente, de manera simultánea y complementaria, en la cruz. Jesucristo utiliza la cruz para llevar al cabo un acto que es la expresión más elevada de amor, un amor misericordioso y compasivo, que con ternura nos acoge a todos los pecadores, nos abraza, acaricia y consuela, para reconciliarnos mediante el perdón de nuestros pecados. Asume Jesús nuestras culpas, las hace suyas, se ofrece a pagar el precio que conllevan y alivia así nuestra propia carga.

Pero la dinámica del perdón no acaba hasta que éste es aceptado por el pecador, Jesús se ofrece y consigue para nosotros el perdón, pero aún no está completo el ciclo.

Además, no se trata tampoco de una aceptación pasiva, el perdón es ante todo una llamada, una invitación amorosa a la conversión, ya que la oferta del perdón tiende a transformar al otro y renovarlo interiormente. Nosotros necesitamos recorrer un camino para alcanzar el perdón, y en ese camino necesariamente tenemos que pasar por tres etapas: primero reconocer con humildad nuestras culpas, y en segundo lugar hacerlo con un genuino arrepentimiento que, al ser real, se traduce imperativamente en un propósito de enmienda, lo que nos permite acceder al tercer paso que es la acogida del perdón reconociéndolo como un don perfecto, un regalo gratuito y amoroso de Dios.

Así, a través de la cruz, Cristo nos transforma. Ya no se trata de una simple reparación de algo que ha sido dañado, sino que logra una auténtica regeneración de la persona, como si fuéramos de nuevo introducidos al útero materno para volver a nacer, nacimiento que nos convierte en personas nuevas.

Estamos llamados a ser cada uno un hombre nuevo, o una mujer nueva, que con la fortaleza que nos da el amor manifestado en nosotros todos los días a través de distintas y sucesivas cruces, nos permita alcanzar siempre la gloria de vernos resucitados. Y que al experimentar de manera inequívoca en nuestros corazones la presencia del amor que perdona, seamos también capaces de ofrecerlo a los demás.
Vivamos con alegría e intensidad, renovados y unidos en familia, los últimos momentos de esta Semana Santa.

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